El mes anual de servicio en la reserva del ejército israelí reúne a hombres de todos los segmentos de la sociedad que normalmente no se conocerían. Pero, como todos vestimos de verde y dependemos unos de otros, nos llevamos bien, aceptando las diferencias de cada uno y aceptando el deber como una forma de vacaciones. La excepción notable era Shmuel, que era de Tel Aviv y odiaba las patrullas del desierto y las condiciones espartanas. Tardé unas cuantas conversaciones en darme cuenta de que también estaba enfadado porque era antirreligioso y le molestaba tener que servir con soldados religiosos.
Una tarde, mientras tomábamos café, Shmuel preguntó a uno de sus colegas religiosos: «¿Por qué eres religioso? ¿Realmente crees las historias de la Biblia sobre las plagas en Egipto y la aparición de Dios a toda una nación en el monte Sinaí?».
«Claro que lo creemos», dijo inocentemente el soldado religioso. «Todos los años, en el seder de Pascua, mi padre me lo cuenta y me dice que es verdad. Cuando era joven, oí a mi abuelo contárselo a mi padre, y mi abuelo lo oyó de su padre. Las historias se han transmitido de generación en generación, empezando por nuestros antepasados, que estuvieron al pie de la montaña.»
En el Deuteronomio, Moisés plantea a los judíos una pregunta extraña:
Moisés se refiere, por supuesto, a la revelación del Sinaí. Fue un acontecimiento sobrecogedor. Pero lo singular y significativo del monte Sinaí fue que los Hijos de Israel oyeron a Dios hablarles directamente sin intermediario, no que vivieran para contarlo. ¿Por qué añade Moisés las palabras «y sobrevivieron»?
La historia clásica de revelación espiritual suele implicar a un hombre solo que busca los secretos más profundos de la vida. Tal vez se embarca en una larga y ardua caminata en solitario, escalando un pico nevado en el Tíbet para preguntar a un anciano monje. En otras religiones, un único profeta se encuentra con Dios y relata el encuentro a sus seguidores. Pero la Biblia cuenta una historia muy diferente.
La mayor revelación, una comunicación directa de Dios, tuvo lugar en presencia de toda la nación. 600.000 hombres, y muchos más mujeres y niños, estaban juntos en la base de la montaña, experimentando lo que pocos hombres habían experimentado desde que se creó el mundo: oír directamente a Dios. El suceso era tan improbable que nadie lo habría creído, salvo que toda una nación estaba contando la misma historia, coherente en todos los detalles. Y al igual que una gran piedra arrojada a un lago tranquilo provoca ondas en la superficie que se extienden a lo largo y ancho mucho después de que la piedra desaparezca bajo la superficie, un acontecimiento de esa magnitud dejó su huella en la nación.
La única prueba de que el Monte Sinaí ocurrió realmente es la nación de Israel. Y la prueba de que el acontecimiento fue masivo es que seguimos hablando de él, 3.312 años después. Se ha transmitido de padres a hijos, de persona a persona, en una cadena viva, ininterrumpida e inquebrantable. Una historia tan grande, tan impactante, tan VERDADERA, se la pasas a tus hijos.
Aunque es cierto que la historia de la humanidad habla de muchas otras naciones que contaban historias diferentes de sus Dioses, esas naciones ya no existen, han desaparecido en las arenas del tiempo. Ha habido individuos que han afirmado experimentar la revelación, pero no tienen descendientes vivos.
Los judíos estuvieron en el monte Sinaí, escucharon directamente a Dios y sobrevivieron. No sólo vivieron la experiencia, sino que la transmitieron a sus hijos, y los hijos de éstos a los suyos. Vivieron, ¡y la visión sigue viva!
Año tras año, generación tras generación, seguimos sobreviviendo. Al igual que nosotros mantenemos viva la historia, la historia nos ha mantenido vivos a nosotros; su poder interior emana de su verdad. Nuestra propia existencia como nación es hoy improbable. Tan improbable como que una nación entera escuche directamente a Dios.
