El discurso final de Josué a la nación incluye un repaso de su historia. Comienza antes del nacimiento de Abraham, continúa con la esclavitud en Egipto y el posterior éxodo de Egipto, y concluye con su reciente conquista y posesión de la Tierra Prometida.
Josué encarga entonces al pueblo que siga a Hashem, el Dios de Israel, y sólo a Hashem. En respuesta, el pueblo declara su dedicación a Dios, que tanto ha hecho por ellos hasta este momento, como Josué ha descrito. Prometen permanecer fieles al Señor y no apartarse de Él para adorar a los ídolos.
Al final de este capítulo, el último del Libro de Josué, Josué muere a la edad de 110 años. Aunque anteriormente en el libro, cuando se convierte por primera vez en el líder de los Hijos de Israel, se le había descrito como «el ayudante de Moisés» (Josué 1:1), tras su muerte se le llama «el siervo del Señor», la misma descripción que se le había dado a su maestro y predecesor Moisés en el momento de su muerte (ibid). Esto es, en definitiva, lo que Dios quiere de nosotros. Que sigamos sus caminos y guardemos sus mandamientos; en definitiva, que seamos «siervos del Señor» como lo fueron Moisés y Josué.
Sin embargo, además de fomentar la lealtad a Dios, este discurso de despedida sirve como poderoso recordatorio de que lo que Dios quiere es que el Pueblo de Israel le sirva específicamente en la Tierra de Israel. Nosotros, que vivimos en una época que ha visto reunirse a los exiliados judíos de todo el mundo para vivir juntos como una nación libre en el Estado de Israel, tenemos el privilegio especial de presenciar cómo las palabras de Josué se hacen realidad ante nuestros propios ojos.