Imagínatelo: una ciudad, que antaño palpitaba con el vibrante latido del corazón de un pueblo, yace en ruinas, con su latido silenciado. Éste fue el destino de Jerusalén cuando se destruyeron los Templos judíos, una catástrofe tan profunda que encontró su lugar no una, sino cuatro veces en las Escrituras hebreas. No fue sólo un acontecimiento histórico; fue una cicatriz cultural, una herida en la memoria colectiva judía que aún resuena a través de los tiempos.
Al adentrarnos en el Salmo 79, nos encontramos con este doloroso lamento de una nación tras la devastación de Jerusalén por el rey Nabucodonosor y su general Nabuzaradán. La destrucción fue profunda y total: el Templo desfigurado e incinerado, la ciudad arrasada, innumerables vidas extinguidas abruptamente y las que quedaron, exiliadas. Fue un día que se grabó a fuego en la conciencia judía, un día de luto que resuena a través del tiempo.
El salmista pinta un cuadro inquietante en el versículo 2, captando el alcance de esta brutal embestida de los caldeos. Los muertos quedaban insepultos, sus cuerpos eran forraje para las aves y las bestias de rapiña, un crudo recordatorio del trato cruel e inhumano que los judíos sufrían a manos de los babilonios:
Sin embargo, incluso ante tal atrocidad, la fe del salmista se mantiene firme. Los versículos finales de este salmo son una clara llamada a la retribución divina, un deseo de que el mundo sea testigo de la justicia de Dios y de que Su nombre siga brillando. Porque aunque Dios esté enfadado y celoso, el salmista cree que no albergará esta furia para siempre.
Curiosamente, el salmista señala que las tribulaciones de Israel son consecuencia de sus propios pecados(79:9), pero también advierte que un castigo excesivo podría ensombrecer el honor de Dios a los ojos de otras naciones:
Este salmo establece un delicado equilibrio entre el reconocimiento de la culpabilidad y la afirmación de la fe ante la adversidad. Resuena a través de los siglos, y sus ecos encuentran relevancia incluso hoy. En medio de un exilio de 2.000 años, se ha susurrado el colapso de la alianza y se ha cuestionado el abandono de Dios al pueblo judío. Sin embargo, la voz del salmista se eleva por encima de estas dudas, reafirmando el vínculo intemporal con Dios, a pesar del implacable exilio. Cuando las palabras del salmista resuenan a través del tiempo y el espacio, se nos asegura que, por oscura que sea la hora, la fe nos guiará hasta el amanecer. Pues la alianza con Dios, como el espíritu humano, permanece eterna, prevaleciendo a través de los tumultos del tiempo.
En algunas comunidades judías, este conmovedor Salmo se recita el nueve de Av, o Tisha B’Av. Este día es de profundo luto, pues marca el aniversario de múltiples acontecimientos catastróficos, incluida la destrucción del Primer y el Segundo Templos de Jerusalén. La recitación del Salmo 79 en este día solemne es muy apropiada. El salmo describe vívidamente los acontecimientos que ocurrieron aquel día y su cruda expresión de dolor y devastación refleja las emociones que se sienten en Tisha BeAv, dando voz al duelo colectivo de un pueblo. Sus lamentos encarnan la historia compartida de la pérdida, mientras que su llamamiento a la justicia divina y la afirmación del pacto perdurable sirven de potente recordatorio de la fuerza, la resistencia y la fe inquebrantable de la comunidad judía. Así, la recitación del Salmo 79 en Tisha B’Av se convierte en un conmovedor testamento de la capacidad de la comunidad para perdurar y tener esperanza, a pesar de sufrir una inmensa pérdida.