Abraham recibe una visita especial en su casa. Tres días después del doloroso procedimiento de la circuncisión, Dios viene a visitar a Abraham. ¿Qué le dice Dios a Abraham? ¿Cuál es Su mensaje en este momento tan significativo?
Curiosamente, el versículo sólo dice que Dios «se aparece» a Abraham (Génesis 18:1).
No hay orden. No hay mensaje. No se pronuncian palabras. El versículo simplemente describe a Dios «apareciéndose» a su amado Abraham.
Entonces, ¿qué hace Dios? Responde el comentarista medieval Rashi: Dios se le aparece para visitar a los enfermos.
Abraham está necesitado. Está sufriendo, así que Dios viene a verle; a sentarse simplemente junto a su lecho, a proporcionarle compañía.
La visita de Dios a Abraham no habla de ningún mensaje divino. Ninguna ley revelada. Ni promesas de futuro. Sin embargo, se enseña un mensaje indispensable. Explica el rabino Soloveitchik Dios simplemente estaba allí con él como amigo. En las bellas palabras del Rav: «Si dos individuos son amigos íntimos, que comparten un sentimiento de intimidad y compañerismo, no es necesario tener un mensaje que transmitir… la forma más elevada de amistad no requiere palabras».
Estar ahí para otra persona necesitada a menudo no requiere encontrar las palabras adecuadas para decirlo; simplemente requiere estar ahí. Cuando nos sentamos físicamente al lado de un amigo que sufre o padece, esto demuestra por sí solo que nos importa. Al estar presentes, hacemos saber al otro que empatizamos con su dolorosa situación. Qué diferencia puede suponer esto para la persona que sufre, que a menudo se siente abandonada y aislada.
La ley judía, o halajá, considera que la mitzvá (mandamiento) de visitar a un doliente es una de las más sagradas. La ley judía recomienda que el visitante permanezca en silencio y permita que el doliente exprese sus sentimientos y sus pensamientos. La halajá es muy consciente de la lección aprendida de la visita de Dios a Abraham. Estar presente es un componente esencial -posiblemente el más esencial- para llevar consuelo y esperanza a los afligidos, que a menudo se sienten solos en su dolor.
El rabino Shlomo Carlebach capta esta enseñanza con una conmovedora historia jasídica:
En cierta ocasión, un hombre acudió al Santo Rabi Yitzhak Vorker, uno de los grandes maestros jasídicos, y le gritó: «Rabi, estoy mamash desesperado, realmente desesperado. Mi hijo está tan enfermo que puede que incluso se esté muriendo, ¡Dios no lo quiera! Rebe, te lo ruego, por favor, reza para que mi hijo se ponga bien».
El Vorker se quedó muy quieto. Cerró los ojos y se balanceó de un lado a otro durante un rato. Luego miró al Yiddele, el simple judío, y dijo tristemente: «Siento mucho decírtelo, pero todas las Puertas del Cielo están tan cerradas que no puedo hacer nada para abrirlas. Lo siento, pero será mejor que te vayas a casa».
El padre enterró la cabeza entre las manos y empezó a sollozar. ¿Pero qué podía hacer? Volvió a subir a la carreta y emprendió el camino de vuelta a casa, llorando todo el tiempo. Llevaba media hora viajando cuando, de repente, oyó el ruido de otra carreta que le perseguía. Se dio la vuelta. ¡Era el santo Vorker en persona! El Rebe se detuvo junto al Yiddele. «Detén aquí tu carreta», le dijo. «Tengo algo que decirte». El Rebe Vorker ayudó al padre a bajar de la carreta y se sentaron juntos en la hierba, junto al camino.
«Después de que te fueras», continuó el Rebe, «no podía dejar de pensar en ti y en tu hijo. Estabais tan, tan tristes y eso me partió el corazón. Entonces me di cuenta… Quizá no pueda ayudar a tu hijo, pero al menos puedo llorar contigo». Y el Rebe rodeó al Yiddele con el brazo, inclinó su santa cabeza y empezó a sollozar desde lo más profundo de su corazón. Para su sorpresa, el padre se dio cuenta de que el Rebe lloraba más por su hijo de lo que él mismo había llorado por nada en su vida. Así que el padre empezó a sollozar aún más. Los dos hombres permanecieron llorando juntos durante largo rato.
De repente, el Rebe levantó la cabeza, se secó las lágrimas y sonrió. El hombre se volvió hacia el Rebe y le preguntó: «¿Qué pasa?». El Rebe dijo: «Acaba de ocurrir algo asombroso… ¡Las Puertas del Cielo se han abierto de repente!».
A menudo, es poco lo que podemos decir o hacer para cambiar las difíciles circunstancias a las que se enfrentan los demás. El asombroso encuentro de Dios y Abraham nos enseña que nuestra presencia y empatía son muy importantes. Es un acto de compasión que ofrece al prójimo consuelo y esperanza.