El calor del verano aprieta mientras los judíos de todo el mundo inician un periodo de celebraciones atenuadas. No se programan bodas, la música enmudece y las tijeras de los peluqueros permanecen envainadas. Durante tres semanas, del diecisiete de Tamuz al nueve de Av, los judíos observantes entran en un estado de luto modificado por la destrucción del Templo de Jerusalén.
Pero fíjate en la desconexión: tres veces al día, suplicamos al Todopoderoso que «vuelva con misericordia a Tu ciudad Jerusalén» y que «establezca pronto el trono de David». Hemos recitado estas palabras miles de veces, pero cuando alguien nos sugiere que nos traslademos a Israel o Jerusalén, inmediatamente enumeramos los obstáculos prácticos -preocupaciones profesionales, lazos familiares, consideraciones económicas-.
Esto plantea una pregunta inquietante que llega al corazón de nuestra condición espiritual: ¿Nos hemos acomodado tanto en el exilio que hemos olvidado lo que hemos perdido? Los Sabios enseñan que quien llora por Jerusalén merecerá ver su alegría, pero ¿lamentamos de verdad o hemos reducido esta profunda obligación espiritual a unos pocos días de ayuno y tres semanas de restricciones?
El periodo comprendido entre el diecisiete de Tamuz y el nueve de Av se conoce como las Tres Semanas. Durante este tiempo, nos abstenemos de bodas, cortes de pelo y música. Al entrar en el mes de Av propiamente dicho, las restricciones se intensifican: nada de carne, nada de vino y, para muchos, baños mínimos. Son respuestas cuidadosamente calibradas a una catástrofe espiritual que reverbera a través del tiempo, con el objetivo de recordar lo que hemos perdido y sentir el peso de nuestra existencia incompleta.
El sabio Rabí Levi aclara por qué son importantes estas observancias: «Todas las buenas bendiciones y consuelos que el Todopoderoso está destinado a dar al pueblo judío sólo proceden de Sión». Sión representa el punto nexo donde convergen el cielo y la tierra, donde la presencia del Todopoderoso habita más intensamente en este mundo.
Los Sabios hacen hincapié en este punto con una claridad devastadora, declarando que «quien habita fuera de Israel es comparado con quien no tiene Dios». Esta cruda valoración de la realidad espiritual recuerda que, cuando el Templo estaba en pie, todo el mundo podía acceder directamente a la presencia Divina. Los sacrificios ascendían diariamente, y la presencia de Dios habitaba entre el pueblo. La destrucción del Templo no se limitó a destruir un edificio; cortó el conducto principal por el que la bendición divina fluía al mundo.
Sin embargo, nos hemos acostumbrado a este estado disminuido. Cuando un rabino concluye su sermón con el tradicional «que todos merezcamos estar en Jerusalén el año que viene» y nosotros respondemos obedientemente «Amén», ¿sentimos realmente el peso de lo que estamos pidiendo? ¿O nos hemos integrado tanto en nuestro cómodo exilio que estas palabras se han convertido en meras fórmulas rituales?
Maimónides declara que «Quien es consciente del sufrimiento en el exilio y no espera ansiosamente la redención, niega la creencia en la redención». Vivir contento en el exilio mientras se mantiene una creencia teórica en la redención representa una contradicción fundamental que socava toda la empresa mesiánica.
Las Tres Semanas sirven como nuestra auditoría espiritual anual, obligándonos a enfrentarnos a esta incómoda verdad. Las restricciones que observamos no pretenden conmemorar una tragedia ocurrida hace dos milenios, sino despertarnos a nuestra incompleta existencia actual. Cada boda aplazada, cada canción silenciada, cada corte de pelo retrasado sirven como recordatorio de que seguimos en un estado de fragmentación nacional y espiritual.
Pero la conciencia por sí sola resulta insuficiente. Los Sabios dejan claro que nuestro exilio fue el resultado de nuestros propios fracasos espirituales. El Segundo Templo cayó a causa de un odio infundado. La solución, por tanto, no puede ser sólo política o militar, sino que debe ser fundamentalmente espiritual. Debemos transformarnos en el tipo de pueblo digno de la redención.
El profeta Isaías enseña que en el tiempo de la redención:
«Porque la tierra se llenará de devoción a (o, literalmente, de conocimiento de) Dios» se refiere a una conciencia íntima y experimental de la presencia divina. Debemos profundizar en nuestra conexión con el Todopoderoso mediante el estudio de la Biblia y la reparación del odio interpersonal que causó nuestro exilio, al tiempo que trabajamos para difundir esta conciencia a los demás, creando las condiciones espirituales necesarias para la redención.
Las Tres Semanas, por tanto, representan tanto un diagnóstico como una prescripción. Diagnostican nuestra condición espiritual: vivimos en un estado de incompletud, aislados de nuestra fuente de bendición, cómodos en nuestro exilio. Y prescriben la cura: reconocimiento de nuestra pérdida, duelo por nuestro estado disminuido y compromiso con la transformación espiritual que merecerá la redención.
Este proceso exige algo más que una espera pasiva. Los Sabios enseñan que la redención llegará cuando menos lo esperemos, pero también destacan que nuestras acciones pueden acelerar o retrasar su llegada. Cada acto de refinamiento espiritual, cada momento de auténtico anhelo de redención, cada esfuerzo por aumentar el conocimiento de Dios y el compromiso con Sus mandamientos contribuyen al proceso cósmico que acabará por devolvernos a Jerusalén.
Las restricciones del verano van a terminar, como cada año. La cuestión es si saldremos de este periodo transformados o simplemente aliviados por volver a nuestras cómodas rutinas. Las Tres Semanas nos ofrecen una elección: podemos seguir viviendo como refugiados que han olvidado su patria, o podemos abrazar nuestro papel de agentes anticipados de la redención, preparándonos a nosotros mismos y al mundo para la restauración definitiva.
El Monte del Templo nos espera. La cuestión es si estamos preparados para ascender.