Quiero compartir contigo un acontecimiento personal de mi vida. Hace poco tuve un bebé. En la tradición judía decimos ¡Mazel Tov! El equivalente hebraico de Felicidades. El nuevo miembro -o debería decir la nueva musa- del equipo de contenidos de Israel 365 es un adorable niño de cuatro meses que, gracias a Dios, ¡está sano y feliz! Estoy muy agradecida por la oportunidad que Dios me ha dado de ser la madre de este pequeño ser humano. Y más que eso, me siento humilde ante la impresionante responsabilidad que tengo ante mí y ante su larga y plena vida.
Como cualquier padre sabe, una de las decisiones más emocionantes e importantes que tomas para tu hijo es cómo llamarlo. Mi abuelo siempre decía: «Puedes llamarme como quieras, pero no tarde para cenar». Pero hablando en serio, poner nombre a un hijo es un don fantástico y espiritual que tenemos como humanos. Es una de las pocas cosas que hacemos que, en mi opinión, tiende un puente entre lo humano y lo divino. Al ponerle un nombre a alguien estás identificando su alma, dándole un sentido de propósito y potencial. Con el nombre de un bebé vienen todas las esperanzas y sueños que un padre tiene para su hijo cuando llega al mundo. Sé que todos mis hijos han sido nombrados con esa intención.
Y no es de extrañar que nombrar en la Biblia también adopte esa esencia. Nombrar es tan antiguo como el mundo mismo. Sumerjámonos.
En la Biblia, los nombres tienen un profundo peso espiritual, y a menudo sirven como declaraciones proféticas sobre la esencia de una persona, su destino o las circunstancias de su nacimiento.
La historia de los hijos de Lea proporciona uno de los ejemplos más conmovedores de cómo los nombres pueden reflejar tanto el anhelo personal como el propósito divino. Con cada hijo que tuvo, Lea expresó sus esperanzas y sentimientos más profundos a través de sus nombres. A su primer hijo lo llamó Rubén (que significa «mira, un hijo»), diciendo: «Porque el Señor ha visto mi aflicción».
A su segundo hijo lo llamó Simeón («oído»), declarando: «Porque el Señor ha oído que no soy amada».
Con Levi («apego»), expresó su esperanza: «Ahora esta vez mi marido se apegará a mí».
Finalmente, con Judá («acción de gracias»), Lea llegó a un lugar de profunda gratitud, declarando simplemente: «Esta vez alabaré al Señor».
A través de estos nombres, Leah transformó su viaje personal del dolor a la gratitud en un testamento eterno de fe.
Considera también la historia de Benjamín, el último hijo de Raquel. En sus últimos momentos tras un parto difícil, Raquel lo llamó «Ben-oni», que significa «hijo de mi dolor». Sin embargo, Jacob, comprendiendo el poder que un nombre tiene sobre el destino de una persona, lo rebautizó «Benjamín», que significa «hijo de mi mano derecha» o «hijo de la fuerza». Este profundo momento nos muestra cómo la elección del nombre por parte de los padres puede transformar una pena potencial en fuerza, redirigiendo el curso de la vida de un niño mediante el poder de las palabras y la intención.
La historia de Samuel proporciona otra poderosa ilustración de cómo los nombres pueden tender un puente entre nuestra existencia terrenal y el propósito divino. Ana, tras años de fervientes oraciones por un hijo, llamó a su hijo Samuel, diciendo: «Porque se lo pedí al Señor».
El nombre Samuel, o «Shmuel» en hebreo, tiene el significado de «Dios ha escuchado». Con este nombre, Ana no sólo conmemoró su alegría personal, sino que creó un testimonio eterno del poder de la oración y de la receptividad divina. Cada vez que alguien pronunciara el nombre de su hijo, recordaría el milagro de su nacimiento y la atención de Dios a la oración sincera.
Estos relatos bíblicos sobre los nombres revelan una profunda verdad: cuando ponemos nombre a nuestros hijos, no sólo les damos una forma de identificarse, sino que participamos en un acto divino de creación. Al igual que Dios dio nombre al día y a la noche, poniendo orden en el caos, cuando nombramos a nuestros hijos, ayudamos a dar forma a las primeras pinceladas del lienzo de su vida. Cada nombre lleva en sí una historia, una oración y un sueño.
Como hemos descubierto mi marido y yo, una lista de posibles nombres puede convertirse en un documento vivo de nuestro propio viaje. Durante años, hemos mantenido una colección de nombres para nuestros hijos, cada uno de los cuales cuenta su propia historia de inspiración, pérdida y fe. Algunos nombres honran a parientes queridos que ya no están con nosotros, transmitiendo su memoria y su legado a través de una tradición judía que ve en los nombres una forma de mantener las almas conectadas a través de las generaciones. Otros nombres reflejan momentos de gracia divina en nuestras vidas, marcando momentos en los que sentimos la presencia de Dios más profundamente. Como las páginas de un diario, esta lista ha crecido y evolucionado con nosotros, moldeada por las personas que hemos conocido, los retos a los que nos hemos enfrentado y las bendiciones que hemos recibido.
El acto de poner nombre no es sólo una antigua tradición bíblica: está vivo y vibrante en todos los hogares judíos de hoy. Cuando elegimos los nombres de nuestros hijos, nos unimos a las filas de nuestros antepasados, que comprendieron que un nombre es algo más que una palabra: es una bendición, una plegaria y una visión de la posibilidad. Desde Lea, que vertió su corazón en cada uno de los nombres de sus hijos, hasta el testamento de fe de Ana en Samuel, pasando por nuestras propias listas de posibilidades cuidadosamente seleccionadas, continuamos este diálogo sagrado entre lo humano y lo divino.
Ese momento en que por fin eliges el nombre de tu hijo es como si descubrieras algo que estaba esperando a ser descubierto, como si el alma y el nombre estuvieran hechos el uno para el otro desde el principio. Al igual que hicieron nuestros antepasados bíblicos, entretejemos nuestras esperanzas, nuestra historia y nuestra fe en los nombres que elegimos.
Cada nombre se convierte en una historia, una oración y una promesa.
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