Esta semana viví dos momentos profundos que cristalizaron para mí lo que Jerusalén significa para el pueblo judío. En primer lugar, estuve en una acera de mi barrio, presentando mis respetos a otro joven soldado que había caído en Gaza mientras defendía al pueblo judío y al Estado judío: un recordatorio del precio que seguimos pagando por nuestra existencia. Al día siguiente, me encontré caminando de noche por la Ciudad Vieja de Jerusalén, hasta llegar al Muro de las Lamentaciones, donde recé bajo la fresca brisa del atardecer, sintiendo una profunda serenidad que sólo puede proporcionar ese espacio sagrado. Al acercarse el 17 de Tamuz, que marca el día en que las fuerzas enemigas penetraron por primera vez en las murallas protectoras de Jerusalén y dieron comienzo a las trágicas tres semanas que condujeron a la destrucción del Templo, estas experiencias opuestas me recordaron que Jerusalén representa el hilo eterno que conecta el sacrificio judío, la oración judía y la esperanza judía a través de los milenios.
La importancia de Jerusalén trasciende sus límites físicos. Desde el momento en que Abraham ató a Isaac en el monte Moriah hasta el día en que los exiliados judíos se sentaron junto a los ríos de Babilonia y lloraron, Jerusalén ha sido el centro espiritual en torno al cual gira la vida judía. Incluso en la destrucción, incluso en el exilio, incluso a través de siglos de separación, Jerusalén permanece viva en la conciencia judía. Se menciona en nuestras oraciones, se recuerda en nuestras celebraciones y se llora en nuestras bodas, donde recordamos que nuestra alegría no puede ser completa mientras el Templo siga en ruinas.
Pero, ¿qué tiene Jerusalén que la hace tan central para la identidad judía? ¿Qué transforma una ciudad construida con piedra y argamasa en el alma misma de un pueblo disperso por todo el planeta?
La respuesta reside en comprender que Jerusalén no es simplemente un lugar, sino una cita divina, el punto de encuentro entre el cielo y la tierra que Dios mismo eligió como Su morada terrenal. La Biblia hebrea revela esta profunda verdad cuando el rey Salomón, al dedicar el Primer Templo, reconoció que ni siquiera los cielos pueden contener a Dios, y sin embargo Él ha elegido colocar Su nombre en este lugar concreto.
Esta selección divina transforma Jerusalén de una ciudad humana en un espacio sagrado donde lo finito toca lo infinito.
El versículo bíblico que quizá mejor capte el singular estatus espiritual de Jerusalén procede del libro de los Salmos:
Este versículo ilumina la realidad mística de que Jerusalén (Sión) no es simplemente una ciudad que los humanos decidieron hacer santa, sino un lugar que Dios mismo seleccionó como Su residencia terrenal. La palabra hebrea ivah, deseada, sugiere no sólo una elección racional, sino un anhelo profundo, casi apasionado. Dios desea Jerusalén con una intensidad que despierta un anhelo correspondiente en el pueblo judío por su ciudad santa.
La elección de Jerusalén por parte de Dios no fue meramente simbólica; vino acompañada de un mandato divino que la convirtió en la capital espiritual del pueblo judío. La Torá nos instruye:
Este mandamiento estableció Jerusalén como el lugar donde los judíos debían rendir culto, donde se erigiría el Templo y donde la presencia divina moraría entre nosotros. El rey David, reconociendo esta realidad espiritual, tomó Jerusalén y la convirtió también en su capital política, uniendo los reinos terrenal y celestial en una sola ciudad.
Esta elección divina se refleja incluso en el propio nombre. El Gran Rabino Ephraim Mirvis, de Gran Bretaña, ofrece una visión profunda: El nombre hebreo de Jerusalén, Yerushalayim, está en plural, como si dijéramos «Jerusalems». No se trata de un accidente lingüístico. Como mayim (agua), shamayim (cielo) y chayim (vida), ciertas palabras hebreas sólo existen en plural porque representan conceptos que trascienden los límites finitos. El agua fluye sin fin hacia horizontes que no podemos ver. Los cielos se extienden infinitamente más allá de nuestra visión. La vida continúa eternamente más allá de nuestra existencia mortal. Y Jerusalén es la capital eterna del pueblo judío. Aunque ha habido momentos en los que parecía que la perderíamos para siempre, Jerusalén siempre ha permanecido en el corazón de la conciencia judía, llamándonos a través de los siglos hasta que regresamos a sus antiguas calles.
El deseo divino de Jerusalén explica por qué la ciudad ocupa un lugar tan central en la conciencia judía. Cuando los judíos rezamos tres veces al día, miramos a Jerusalén. Cuando celebramos la Pascua, concluimos con «El año que viene en Jerusalén». Cuando lloramos, recordamos que nuestro dolor está relacionado con la destrucción de Jerusalén. Cuando nos alegramos, templamos nuestra alegría con el recuerdo de la ausencia de Jerusalén de nuestras vidas durante el largo exilio. El 17 de Tamuz nos recuerda que la importancia de Jerusalén no disminuye con la destrucción: en todo caso, la pérdida intensifica el amor, y el exilio profundiza la devoción.
Caminando por Jerusalén esta semana, me sorprendió cómo la ciudad encarna la propia historia judía. Al igual que el pueblo judío, Jerusalén ha sido conquistada, destruida, reconstruida y renovada. Como el pueblo judío, ha sobrevivido contra pronósticos imposibles. Como el pueblo judío, representa el triunfo del espíritu sobre lo material, de lo eterno sobre lo temporal. Los muros que se abrieron el 17 de Tamuz se reconstruyeron. El Templo que fue destruido fue recordado, anhelado y será restaurado. El pueblo que fue desterrado ha regresado.
A medida que nos acercamos al 17 de Tamuz y entramos en el periodo de luto de tres semanas, estamos llamados no sólo a recordar la destrucción, sino a reconocer que la importancia de Jerusalén reside precisamente en su capacidad de transformar la tragedia en esperanza, el exilio en retorno y el luto en alegría. Jerusalén nos enseña que algunos lazos son irrompibles, algunos amores son eternos y algunas citas con el destino trascienden las vicisitudes de la historia.
El joven soldado cuya vida honré esta semana cayó defendiendo no sólo nuestra existencia física, sino nuestra conexión eterna con la propia Jerusalén. Hamás denominó deliberadamente su ataque «Operación Inundación de Al-Aqsa», invocando el mismo Monte del Templo donde Abraham ató a Isaac y donde una vez estuvieron nuestros Templos. En la raíz de este conflicto se encuentra el mismo odio ancestral que traspasó los muros de Jerusalén el 17 de Tamuz hace milenios. Nuestros enemigos comprenden lo que nosotros a veces olvidamos: que Jerusalén no es un mero bien inmueble, sino el corazón palpitante de la identidad judía.
Hemos regresado a Israel y a Jerusalén, pero seguimos luchando y seguimos de luto. El Templo sigue sin construirse, nuestros enemigos siguen buscando nuestra destrucción y jóvenes y valientes soldados siguen pagando el precio más alto por nuestra supervivencia. Pero éste es precisamente el significado de Yerushalayim en plural: vivimos simultáneamente en la Jerusalén de la realidad de hoy y de la redención de mañana. Al elegir Jerusalén como Su morada, Dios nos mostró que lo sagrado y lo mundano pueden coexistir, que lo divino y lo humano pueden encontrarse, y que incluso en nuestros momentos más oscuros, la luz de la redención sigue brillando desde la ciudad eterna que permanece para siempre en el centro de los corazones judíos.