Wicked, el exitoso espectáculo de Broadway -y antes popularizado libro- se estrenó en Broadway en 2003, robando el corazón de muchas niñas preadolescentes y adolescentes (incluida yo misma). Era, cómo se dice «Popu-u-lar» (es una referencia a una de las famosas canciones de la partitura). E incluso sin estar familiarizados con el espectáculo, a estas alturas, muchos habrán oído que recientemente se ha convertido en película, estrenada en noviembre de 2024, convirtiéndose en el espectáculo de Broadway convertido en película más taquillero.
La premisa gira en torno a dos improbables amigas en la Tierra de Oz: Elphaba (la futura Bruja Mala del Oeste) y Galinda (más tarde conocida como Glinda la Buena). Su compleja relación desafía nuestras suposiciones sobre el bien y el mal, y sobre quién escribe la historia.
En el clima actual, en el que el victimismo se despierta y se utiliza como arma, convirtiéndose a menudo en un escudo para decisiones cuestionables, la cuestión central de Wicked resulta aún más conmovedora: Una de las frases célebres del espectáculo dice: «¿La gente nace malvada o se le impone la maldad?».
Spoiler alert, al menos en mi libro, la maldad puede caer sobre ti, pero puedes elegir decir no al mal. Y, por supuesto, la Biblia tiene qué decir al respecto.
El viaje de José es quizá el paralelismo más sorprendente. Vendido como esclavo por su propia sangre, encarcelado por falsas acusaciones, tenía toda la justificación para considerarse una víctima y buscar venganza. Cuando la providencia divina le colocó finalmente en una posición de poder sobre aquellos mismos hermanos que le habían agraviado, podría haber justificado fácilmente la venganza. En cambio, su respuesta revela una profunda comprensión del albedrío y el propósito:
En lugar de definirse por su victimización, José eligió ver un propósito mayor en su dolor y trabajó activamente por la redención, no sólo la suya propia, sino la de su familia y la salvación de toda una región de la hambruna.
La historia de David nos presenta a alguien legítimamente agraviado por el poder establecido. Ungido como futuro rey, se vio obligado a vivir como un fugitivo, perseguido por los ejércitos del rey Saúl como un criminal. Cuando se le presentaron oportunidades de venganza -oportunidades que sus propios hombres consideraron providencia divina-, David tomó una decisión extraordinaria. En la cueva de En Gedi, con Saúl completamente vulnerable, la respuesta de David fue clara:
A pesar de ser el rey legítimo, rechazado y perseguido, se negó a conseguir su trono por medios malvados. Su rectitud no era pasiva, sino que requería moderación y liderazgo activos para impedir que sus hombres se tomaran la justicia por su mano.
El caso de Job es quizá el más extremo. Se trataba de un hombre que lo perdió todo sin tener culpa alguna: sus hijos, su riqueza, su salud e incluso su reputación en la comunidad. Su propia esposa le aconsejó que «maldijera a Dios y muriera», sugiriéndole que abrazara el amargo victimismo.
Sin embargo, incluso en su momento más oscuro, enfrentándose a pérdidas que apenas podemos imaginar, Job eligió un camino diferente: «Aunque me mate, en él esperaré».
Su famosa declaración: «El Señor dio y el Señor ha quitado; sea alabado el nombre del Señor», no es una aceptación pasiva del victimismo, sino una elección activa de mantener la integridad ante un sufrimiento incomprensible.
No eran hombres perfectos: la Biblia es sincera sobre sus defectos y momentos de duda. José tuvo su arrogancia juvenil, David sus fracasos morales posteriores y Job sus dudas y quejas. Pero en momentos cruciales, cuando se enfrentaron a la elección entre abrazar el victimismo o elegir la rectitud, demostraron que las circunstancias no dictan el carácter. Sus historias ilustran poderosamente que, aunque no podemos controlar lo que nos ocurre, sí podemos controlar absolutamente cómo respondemos a ello.
Ahora está de moda llevar el victimismo como insignia de honor. O, peor aún, justificar decisiones cuestionables. Es en ese contexto en el que estos relatos bíblicos siguen siendo sorprendentemente relevantes. Nos recuerdan que la verdadera fuerza no se encuentra en alimentar los agravios, sino en negarnos a que nuestras heridas definan nuestras elecciones.
El verdadero empoderamiento, nos dicen estas historias, no se encuentra en cultivar el agravio o reclamar la condición de víctima, sino en mantener nuestra agencia moral incluso cuando -especialmente cuando- las circunstancias nos tientan a hacer lo contrario. Al final, puede que no elijamos nuestras circunstancias, pero siempre elegimos cómo respondemos.
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