Dos veces al año, todos los años, el colegio en el que enseñaba (allá en América) celebraba reuniones de padres y profesores. Pueden ser angustiosas tanto para los padres como para los profesores. Como padre, te preguntas: ¿qué van a decir los profesores de mi hijo? ¿Cómo se reflejará esto en mí? ¿Este profesor, que acaba de conocer a mi hijo, sabe lo maravilloso que es? Y como profesor, la tensión es igual de real: ¿cómo puedo comunicar a los padres que sus hijos me importan, que los veo como personas maravillosas, sin dejar de ser honesto sobre las áreas en las que necesitan mejorar? Si lo sabes, lo sabes.
Nuestra directora tenía una hermosa práctica antes de que empezaran las conferencias. Reunía al profesorado y nos recordaba un versículo de los Salmos: Adonai sefatai tiftach ufi yagid tehilatecha: «Señor, abre mis labios para que mi boca proclame Tu alabanza» (Salmo 51:17). Ésta era nuestra plegaria como maestros, que cuando abriéramos la boca, salieran las palabras adecuadas, palabras que elevaran, animaran y guiaran. Sabíamos que no siempre acertaríamos, pero este versículo nos enseñó a ser intencionados y conscientes con las palabras que pronunciábamos.
¿Y no es precisamente así como debemos acercarnos a Dios? No casualmente, no al azar, sino con humildad y una petición: «Dios, por favor, guía mis labios».
Uno de mis piyyutim favoritos, poemas litúrgicos, recitados durante las Altas Fiestas se llama Ochila La’el. Comienza con estas palabras
Ochila la’El, achaleh panav. Esh’alah mimenu ma’aneh lashon. Asher bik’hal am ashira uzo, abi’ah renanot b’ad mifalav. L’adam ma’archei lev u’mei’Hashem ma’aneh lashon. Adonai sefatai tiftach, ufi yagid tehilatecha.
«Esperaré en Dios; rogaré Su presencia y le suplicaré que me conceda elocuencia de lenguaje, para que en la congregación del pueblo pueda cantar Su poderoso poder, y con alegres acordes ensayar Sus maravillosas obras. Las disposiciones del corazón son del hombre, pero la expresión de la palabra es del Señor. Oh Señor, abre mis labios para que mi boca proclame Tu alabanza».
Esta canción capta algo esencial: nuestras palabras importan, y no nos pertenecen por completo. Podemos preparar los pensamientos de nuestro corazón, pero la pronunciación real procede de Dios. Esto está sacado directamente de Proverbios: (Proverbios 16:1).
He aquí la cuestión: si nuestros labios pertenecen a Dios, ¿cómo debemos utilizarlos no sólo con Él, sino también entre nosotros?
La Biblia no rehúye el poder de la lengua. Mishlei enseña: «La muerte y la vida están en poder de la lengua» (Proverbios 18:21).
Las palabras pueden bendecir y las palabras pueden destruir. Un versículo de Tehillim describe a la persona justa como aquella «que dice la verdad en su corazón, que no calumnia con su lengua, que no hace mal a su prójimo» (Salmo 15:2-3).
No se trata de ideales abstractos. Son órdenes sobre cómo vivir, que nos recuerdan que la palabra nunca es neutra.
En la temporada de las Altas Fiestas, cuando se recita Ochila La’el, los judíos nos presentamos ante Dios en juicio. Suplicamos misericordia. Suplicamos que se acepten nuestras palabras. Pero quizá el mayor desafío no sea lo que decimos a Dios. Al fin y al cabo, Él ya conoce nuestros pensamientos, sino lo que nos decimos unos a otros. ¿Pedimos a Dios que abra nuestros labios cuando hablamos con nuestro cónyuge, con nuestros hijos, con nuestros amigos, con desconocidos? ¿O reservamos nuestras oraciones para la sinagoga y olvidamos que nuestras conversaciones cotidianas tienen el mismo peso?
Piensa de nuevo en una reunión de padres y profesores. Un profesor puede aplastar el espíritu de un niño con una frase descuidada o puede iluminar su futuro con una sola palabra de aliento. Un padre puede avergonzar a un profesor o expresar una gratitud que cambie toda la relación. No se trata de cosas sin importancia. Las propias palabras son la diferencia entre la esperanza y la desesperación, entre la bendición y la maldición.
Cuando Ochila La’el pide a Dios ma’aneh lashon -elocuencia de la lengua-, no es una petición de discurso rebuscado o retórica florida. Es una súplica de palabras que curen, palabras que sean verdaderas, palabras que bendigan. Por eso la canción termina donde tan a menudo empiezan nuestras oraciones: Adonai sefatai tiftach. Admitimos que nuestros labios no nos pertenecen del todo, y suplicamos a Dios que los proteja.
Ésta es la enseñanza radical de la Biblia: nuestras bocas no son propiedad privada. Son instrumentos sagrados. Igual que los vasos del sacerdote en el Templo se consagraban para un uso sagrado, nuestras lenguas se consagran cada vez que pedimos a Dios que las abra. La santidad de nuestros labios significa que hablar nunca es casual. Cada conversación es una oportunidad para la santidad. Cada interacción con un hijo, un cónyuge, un vecino o un desconocido puede ser elevada si hablamos con intención y con oración.
Ochila La’el nos recuerda que la oración no se limita a la sinagoga. Cada frase que pronunciamos puede ser oración si pedimos a Dios que la guíe. La disposición del corazón puede ser nuestra, pero la respuesta de la lengua procede de Dios.
Guiadas por Dios, nuestras palabras se convierten nada menos que en instrumentos de redención.