En las colinas de Samaria, un joven se presentó ante una multitud afligida para cantar el adiós a su segunda madre. Avigdor Gavish no era ajeno a la pérdida: en 2002, unos terroristas asesinaron a sus padres Rachel y David, a su hermano Avraham y a su abuelo Yitzhak en su casa de Alon Moreh. Tras aquella tragedia, Rachel Cohen abrió su casa a Avigdor y a sus hermanos supervivientes, convirtiéndose en una madre para los huérfanos de madre.
Ahora, en un cruel giro del destino, Avigdor estaba en el funeral de Rachel Cohen. Había sido asesinada por terroristas en la aldea de Funduq, arrancada de su familia y de los hijos que había elegido amar como propios. Sin embargo, en ese momento de dolor, Avigdor no se sumió en el silencio. En lugar de eso, alzó la voz cantando, ofreciendo una melodía que transformaba el dolor en promesa.
«No todo es negro, hay algo de blanco», cantaba. «No todo es miedo, la fe crecerá». Sus palabras hacen eco de una antigua comprensión judía: que la canción hace algo más que expresar: transforma. A lo largo de la historia judía, la canción ha servido de puente entre los mundos de la oscuridad y la luz, entre la desesperación y la esperanza. En el Mar Rojo, el pueblo judío respondió con la Canción del Mar, transformando su experiencia en alabanza eterna. En sus momentos más oscuros, David recurrió a la melodía, utilizando salmos para tender un puente entre el sufrimiento y la redención.
En el Salmo 30:12, David declara:
«Has convertido mi lamento en danza». Cuando nos enfrentamos a la muerte y a la tragedia, a menudo sentimos que hemos llegado al final de la historia. El dolor es tan completo, tan abrumador, que no podemos imaginar que la narración continúe.
Pero las palabras de David revelan una verdad más profunda. No dice que su luto se eliminó u olvidó, sino que se convirtió(hafachta) en danza. La palabra hebrea «hafach» implica transformación más que sustitución. El dolor no se borra; se transforma en algo nuevo. La historia no termina; da un giro inesperado.
La canción de Avigdor continúa: «No todo es soledad, hay familia / No todo es tristeza, hay consuelo / No todo es desprendimiento, oigo una plegaria / No todo está bloqueado, las ruinas volverán a levantarse». Cada línea reconoce la realidad de la pérdida, al tiempo que afirma la posibilidad de renovación. Como el salmo de David, la canción no niega la oscuridad, sino que insiste en la presencia de luz dentro de ella.
Rachel Cohen encarnó este principio. Cuando se enfrentó a la tragedia de la familia Gavish, no se apartó de su oscuridad, sino que se adentró en ella, aportando la luz del amor maternal. Su acto de adopción fue en sí mismo un canto de fe, un testimonio vivo que declaraba «no todo es soledad, hay familia».
Los sabios enseñan que la forma más elevada de fe es la«emuná sheleimá«, la fe completa que abarca tanto la alegría como la tristeza, la luz y la oscuridad. La canción de Avigdor Gavish, ofrecida en el funeral de su segunda madre, ejemplifica esta plenitud. Reconoce la realidad del dolor al tiempo que afirma la realidad aún mayor de la esperanza. «Un nuevo día, me levantaré con un corazón feliz / Una gran luz brilla sobre todos», canta.
A través de esta lente, podemos comprender más profundamente las palabras de David en el Salmo 30. La transformación del duelo en danza no es un momento único, sino un proceso, como el desarrollo de una historia. Cada capítulo del duelo contiene en su interior las semillas del siguiente capítulo de curación. La danza surge no a pesar del duelo, sino a través de él, a medida que aprendemos a movernos de nuevas maneras a través de nuestro dolor.
Esta comprensión ofrece un profundo consuelo cuando nos enfrentamos a la pérdida. Nos dice que, incluso en nuestros momentos más oscuros, no estamos al final de la historia, sino en medio de ella. Nuestras lágrimas se convierten en parte de una narrativa más amplia de curación y renovación, del mismo modo que la canción de luto de Avigdor se convirtió en un testamento de amor y fe duraderos.
Cuando su melodía se eleva desafiando al terror, se une a una antigua tradición de canción judía que ha llevado a nuestro pueblo a través de sus momentos más oscuros. En su valor para cantar, en el valor de Raquel para amar, vemos una verdad eterna: que a través de la fe, del amor y de la canción, podemos transformar nuestra mayor oscuridad en luz, no negando el dolor, sino permitiendo que se convierta en parte de una historia mayor de curación y renovación.
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