Ayer presencié algo extraordinario que no puedo dejar de compartir contigo. Fuera del centro comercial local, donde mis hijos y yo acabábamos de comprar ropa para las fiestas, había un señor mayor, probablemente de unos ochenta años. A su lado, su mujer le acompañaba en un piano portátil mientras cantaba con una voz que nos detenía en seco. Su repertorio fluía a la perfección entre oraciones tradicionales hebreas, baladas de Simon y Garfunkel, clásicos de los Beatles y piezas de ópera. Mis hijos -normalmente inquietos después de ir de compras- permanecieron hipnotizados, completamente cautivados por esta actuación inesperada.
«Mamá», susurró mi hija de cinco años, tirándome de la manga sin apartar los ojos del anciano cantante, «su voz hace que mi corazón se sienta como en Shabat».
Este momento me recordó una de las historias más poderosas de la Biblia hebrea: cuando el rey David llevó el Arca de la Alianza a Jerusalén. No se trataba sólo de un ritual religioso, sino de un momento decisivo que revela cómo es la verdadera adoración.
La Biblia nos lo dice:
No se trataba de una ceremonia rígida y formal: David y los suyos se lanzaron a una celebración alegre y ruidosa, con sus músicos tocando tan alto que probablemente se les podía oír desde el pueblo de al lado.
Tras un revés inicial, cuando David consiguió por fin llevar el Arca a Jerusalén, ocurrió algo notable. El texto hebreo utiliza la palabra mekarker (מְכַרְכֵּר) para describir la danza de David, un término que significa girar o bailar con total abandono. El rey de Israel, el hombre más poderoso de la nación, dejó a un lado toda dignidad real y danzó desenfrenadamente ante el Arca.
Su esposa Michal observaba desde una ventana:
Cuando más tarde ella se enfrentó a él por su comportamiento indigno, su respuesta no tuvo disculpa: «Lo celebraré ante Yahveh. Me volveré aún más indigno que esto».
Esta historia llega al corazón de lo que realmente es la adoración. David comprendió algo que muchos de nosotros olvidamos: la verdadera adoración no consiste en mantener las apariencias o seguir protocolos establecidos. Se trata de llevar ante Dios nuestro yo auténtico y sin filtros. La danza salvaje y desinhibida de David no era inapropiada, sino la respuesta más adecuada a la presencia de Dios.
Lo que hace que el ejemplo de David sea tan poderoso es que estaba dispuesto a parecer tonto a los ojos de los demás. Como rey, era quien más podía perder si sacrificaba su dignidad. Sin embargo, no consideró que ningún precio fuera demasiado alto para expresar su auténtica alegría ante Dios. Las críticas de su esposa le rebotaron porque no bailaba para obtener su aprobación, sino para un público de Uno.
La palabra hebrea para este tipo de adoración auténtica es avodah (עֲבוֹדָה), que tiene el doble significado de «trabajo» y «adoración». Esta conexión lingüística nos enseña que la verdadera adoración no es algo que añadimos casualmente a nuestras vidas cuando nos conviene: requiere esfuerzo, intención y todo nuestro ser.
En nuestro mundo cuidadosamente gestionado y consciente de su imagen, el ejemplo de David es más contracultural que nunca. Nos enseñan a mantener el control, a preocuparnos mucho por las opiniones de los demás, a compartimentar nuestras emociones. La danza salvaje de David ante el Arca desafía todo eso. Nos muestra que, a veces, la respuesta más adecuada a la bondad de Dios es desprendernos de nuestras imágenes cuidadosamente elaboradas.
Cuando vi a mis hijos cautivados por aquella cantante anciana del centro comercial, vislumbré lo que David debió de experimentar: esa absorción pura y desinteresada por la música que pasa por alto nuestras mentes analíticas y nos habla directamente al corazón. Los niños comprenden de forma natural lo que a los adultos nos cuesta recordar: que a veces la respuesta más profunda es la alegría sencilla y desinhibida.
La próxima vez que te sientas conmovido por la música, recuerda a David danzando ante el Arca. Recuerda que el rey de Israel no consideraba ninguna expresión demasiado extravagante, ningún gesto demasiado indigno, cuando respondía a la presencia de Dios. Quizá en ese recuerdo encuentres permiso para adorar con todo tu corazón, independientemente de quién pueda estar mirando desde la ventana.
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