El viernes por la mañana, mi familia y yo visitamos el Acuario de Jerusalén. Caminamos por los túneles oscuros y brillantes donde los peces se deslizan en destellos de plata y neón. Mis hijos pegaron la cara al cristal, completamente absortos por el lento vaivén del coral y el mundo tranquilo y sobrenatural que había bajo la superficie.
Y entonces, a la entrada del acuario, vi un versículo de los Salmos extendido por la pared, iluminado sobre un fondo de agua azul intenso. Es algo de lo que nunca me cansaré de vivir en Israel. Todos los lugares, incluso un acuario lleno de peces tropicales y túneles de coral, te conectan de algún modo con la Biblia.
El Salmo 107 describe a personas que se enfrentan al peligro, claman a Dios y descubren que Él sale a su encuentro en su punto más bajo.
Allí de pie, rodeado de criaturas reales del mar, el versículo me pareció sorprendentemente literal, y sacó a la superficie una pregunta que no podía ignorar. ¿Por qué la Biblia revela algunos de sus mensajes más claros sobre la presencia de Dios en las profundidades, bajo el agua, en las tormentas, en el miedo, a través de la historia de un profeta que intenta huir en dirección contraria?
Esta pregunta nos lleva directamente al Libro de Jonás.
Antes de que Jonás se encuentre con una tormenta o un pez, la Biblia nos da una información esencial. Quién es, cuándo vivió y qué tipo de mundo le dio forma. En Melajim Bet, 2 Reyes, Jonás aparece durante el reinado de Yerovam ben Yoash, rey del reino del norte de Israel. Es una época de éxito exterior, pero de decadencia interior. Expansión territorial. Riqueza. Una situación política estable. Pero los profetas de la época, como Amós, describen una sociedad que se desliza moralmente, llena de corrupción, arrogancia e injusticia.
Éste es el entorno que Jonás conoce. Una nación que prospera en todos los aspectos que aparecen en los titulares, mientras ahueca silenciosamente sus propios cimientos.
Entonces Dios da a Jonás una misión distinta a la de cualquier otro profeta.
No lo envía a su propio pueblo, ni a Jerusalén, ni a Judea, sino a Nínive, capital de Asiria. La misma Asiria que un día destruirá el reino del norte y exiliará a sus diez tribus. Dios dice a un profeta judío que advierta al futuro enemigo de Israel.
La misión es chocante. Ofende todos los instintos patrióticos y teológicos de Jonás. ¿Por qué debe darse a Asiria la oportunidad de cambiar? ¿Por qué la nación que pronto aplastará a Israel debe recibir una advertencia divina?
Jonás hace lo que muchos de nosotros haríamos si fuéramos sinceros. Huye. Y en el momento en que huye, el Libro de Jonás se convierte en un comentario vivo del Salmo 107.
La tempestad se abate sobre el barco.
Los marineros entran en pánico y rezan.
El mar los zarandea como un juguete.
Y entonces, en el momento en que Jonás es arrojado por la borda, las aguas se calman.
Dentro del pez, Jonás reza por fin. Y en esa plegaria hay una frase que parece sacada directamente de la pared del acuario.
La misma palabra, metzulah, las profundidades.
La misma imaginería, el agua chocando, la vida fuera de control.
El mismo tema, Dios encontrándose con una persona en el lugar exacto que más temía.
El Salmo 107 enseña que las maravillas de Dios son visibles en las profundidades.
Jonás muestra cómo es eso en tiempo real.
Pero el Libro de Jonás va más allá. No trata sólo de la crisis de Jonás. Trata de la crisis de Nínive, una ciudad violenta e imperial por la que Dios aún se preocupa lo suficiente como para advertirle. Jonás nos enfrenta a una verdad que los creyentes rara vez admiten en voz alta. La compasión de Dios llega a lugares que nunca elegiríamos. Dios se preocupa por personas que podríamos descartar. Y puede que Dios nos pida que nos enfrentemos a esa verdad aunque vaya en contra de todos nuestros instintos.
Eso es lo que hace de Jonás uno de los libros más insólitos y exigentes de la Biblia hebrea. No es largo. No es complicado en apariencia. Pero lucha con cuestiones que afectan directamente a la naturaleza humana, la política, la justicia y los límites que ponemos a la misericordia divina.
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Mientras veía a mis hijos contener la respiración frente al tanque de los tiburones, no dejaba de pensar en aquel versículo de la pared. Las maravillas de Dios en las profundidades. Jonás descubrió esas maravillas por las malas. Nosotros tenemos el privilegio de aprenderlas abriendo el texto.
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