«Y salieron para ir a la tierra de Canaán, y llegaron a la tierra de Canaán» (Génesis 12:5).
Vuelve a leer ese versículo. ¿Notas algo extraño? El texto nos dice que Abraham y Sara se pusieron en camino hacia Canaán, y luego -como si necesitáramos una confirmación- nos dice que llegaron a Canaán. ¿A qué se debe esta redundancia? Cualquier redactor competente suprimiría una de estas frases. Sabemos adónde pretendían ir. Sabemos que llegaron. ¿Por qué las Escrituras malgastan palabras afirmando ambas cosas?
La respuesta queda clara cuando te das cuenta de que éste no es el único viaje a Canaán registrado en el Génesis. Un capítulo antes, Abraham y su familia emprendieron este mismo viaje:
Mismo destino. Misma intención. Diferente resultado.
Dos viajes. Dos generaciones. Una llega a Canaán. La otra se detiene.
Este paralelismo oculta una pregunta que atormenta a toda persona que intenta algo difícil: ¿Qué ocurre cuando empezamos algo que no podemos terminar?
El rabino Yisrael Meir Kagan, conocido como el Jafetz Jaim, extrajo una aguda lección de este contraste: las buenas intenciones no bastan por sí solas. Teraj quería llegar a Canaán. Desarraigó a su familia y viajó cientos de kilómetros. Pero se quedó corto, y la Biblia señala este fracaso. Abraham, por el contrario, hizo lo que se propuso. La repetición del versículo -que indica tanto la intención como la llegada- celebra este logro.
Pero hay otra forma de leer esta historia, que no excusa el fracaso pero se niega a descartar el esfuerzo.
El rabino Efraín Mirvis ofrece una valoración más caritativa de Teraj. Señala una enseñanza de la Ética de los Padres en la que el rabino Tarfón declara: «No estás obligado a terminar el trabajo, pero tampoco eres libre de desistir de él». Esta máxima recoge una verdad que comprende cualquiera que haya intentado algo difícil: muchas tareas que merecen la pena superan la capacidad de una sola persona para terminarlas. Plantamos árboles bajo cuya sombra nunca nos sentaremos. Empezamos proyectos que terminarán nuestros hijos. Iniciamos viajes que terminan una generación más tarde.
Teraj emprendió una tarea que merecía la pena. Abandonó Ur de los Caldeos, una de las grandes ciudades del mundo antiguo, porque sintió la llamada de dirigirse hacia Canaán. No completó el viaje, que terminó su hijo, pero avanzó en la dirección correcta. Cuando se detuvo en Charan, ya había recorrido una distancia considerable. Su hijo Abraham, criado en un hogar que valoraba Canaán como destino, sólo tenía que terminar lo que su padre había empezado.
El rabino Mirvis argumenta que deberíamos juzgar a Teraj de forma más favorable porque se embarcó en un viaje que valía la pena. Su sueño se cumplió una generación después. Emprendió el asunto, aunque no pudo terminarlo. La Biblia registra ambos viajes -el incompleto y el completo- porque ambos tienen significado.
Esta lectura no contradice el énfasis del Jafetz Jaim en la culminación. Le añade una capa de realismo. No todo el mundo acaba lo que empieza, pero todo el mundo puede empezar lo que hay que acabar.
Estas dos interpretaciones -la llamada del Jafetz Jaim a la culminación y la validación del rabino Mirvis del comienzo- no se anulan mutuamente. Describen dos aspectos de la misma realidad.
El Jafetz Jaim tiene razón: debemos esforzarnos por completar lo que empezamos. El hecho de que Teraj no llegara a Canaán fue un fracaso, no un éxito. El texto destaca deliberadamente el contraste entre padre e hijo.
Pero el rabino Mirvis también tiene razón: debemos empezar, incluso cuando terminar se nos escapa. El viaje de Teraj, aunque incompleto, acercó a su familia a su destino. Su hijo heredó tanto el sueño como la distancia ya recorrida.
La repetición en el versículo sobre el viaje de Abraham -declarando tanto la intención como la llegada- honra ambas verdades. Sí, debemos completar lo que empezamos. Sí, debemos valorar a los que empiezan lo que no pueden completar.
Vivimos en una época de proyectos abandonados y promesas incumplidas. La gente empieza libros que nunca termina, lanza negocios que cierran al cabo de un año, asume compromisos que abandona en silencio. La advertencia del Jafetz Jaim resuena a través de las generaciones: la intención sin culminación es un fracaso. Si dices que llegarás a Canaán, llega a Canaán. No te detengas en Charan y finjas que has llegado.
Pero también vivimos en una época que exige resultados imposiblemente rápidos y castiga a quien no los consigue de inmediato. La perspicacia del rabino Mirvis proporciona el correctivo necesario: no estás obligado a completar el trabajo, pero tampoco eres libre de desistir de él. Inicia el viaje. Da los primeros pasos. Viaja tan lejos como puedas. Si no puedes llegar a Canaán, llega a Charan. Otro terminará lo que tú empezaste.
La Biblia nos da tanto a Teraj como a Abraham porque necesitamos ambos ejemplos. Necesitamos al padre que inicia el viaje y al hijo que lo completa. Necesitamos el recordatorio de que la culminación importa y el permiso para empezar aunque la culminación sea incierta. Sobre todo, necesitamos comprender que el viaje a Canaán continúa a través de las generaciones. Lo que nosotros no podemos terminar, lo terminarán nuestros hijos. Lo que ellos no puedan terminar, lo harán sus hijos. Pero alguien debe dar el primer paso, y alguien debe dar el último.