Hace poco, falleció alguien de mi familia. El abuelo de mi marido acababa de celebrar su 101 cumpleaños, y llegó el momento de que su alma volviera a Dios. Estaba rodeado de su familia.
Mientras tanto, en nuestra casa, la vida estaba llena de niños y preguntas. He sido bendecida con una dulce pandilla de niños y, como antigua profesora de educación infantil, he acumulado una biblioteca de «guiones» para hablar de temas difíciles con ellos. El más reciente: «¿Por qué seguimos corriendo al refugio antiaéreo?».
En años anteriores, cuando fallecía alguien de nuestra familia, mis hijos eran demasiado pequeños para comprender lo que eso significaba. Cuando nos íbamos a un funeral o visitábamos una shivá, el periodo de siete días de luto en la vida judía marcado por la reunión, la oración y la reflexión, podía decir simplemente: «Nos vamos un rato». En esos momentos, mis hijos eran demasiado pequeños o estaban demasiado alejados de la pérdida para sentir su peso.
Pero ahora, las cosas son diferentes. Algunos de mis hijos recuerdan a su bisabuelo. Todos conocen su foto, su voz de las llamadas FaceTime y las historias que hemos contado sobre él a lo largo de los años. Esta vez, me encontré en un territorio nuevo, teniendo que explicar lo que significa realmente que alguien muera. ¿Qué le ocurre al cuerpo de una persona? ¿Qué ocurre con la neshamá, el alma? ¿Y cómo hablamos de misterios que nadie en la Tierra conoce del todo?
Y puedes apostar a que recurrí a la Biblia en busca de ayuda. ¿Cómo explicamos la muerte a los niños y a nosotros mismos de un modo que sea honesto, fiel y reconfortante?
Lo primero que les dije a mis hijos es sencillo y está profundamente arraigado en la Biblia: cuando una persona muere, la neshamá vuelve a Dios.
Este versículo me dio un lenguaje que podía compartir. El cuerpo es enterrado, pero el alma no desaparece. Dios la insufló en nosotros, y vuelve a Él. Para mis hijos, esto creaba una imagen: la neshamá de su bisabuelo está ahora con Dios, a salvo y cuidada. Esta tranquilidad era importante.
La segunda cosa que les dije a mis hijos es que, incluso después de que alguien fallezca, podemos seguir haciendo cosas que den fuerza y consuelo a su neshamá. Se lo expliqué así: cada oración, cada mitzvá, cada acto de bondad que hacemos en su memoria es como dar un abrazo a su alma. Al abuelo de mi marido le encantaba decir Birkat HaMazon (la gracia después de las comidas). Así que podemos esforzarnos por decirlo con belleza, despacio y con sentido, como hacía él. Le encantaba cantar, así que mis hijos también pueden cantar, alzando la voz con alegría. No son grandes gestos, pero son reales. Nos conectan. Nos recuerdan que el amor no acaba cuando acaba la vida.
La tercera cosa que les dije a mis hijos es que las historias mantienen viva a una persona en este mundo. La Biblia dice:
Cada vez que recordamos sus palabras, sus costumbres o su forma de comportarse, volvemos a bendecirle. Así que les dije a mis hijos: cuando recordáis el sonido de su voz al teléfono, o cómo se reía antes de contar una historia, estáis dando vida a su recuerdo. Cuando contamos estas historias alrededor de nuestra mesa, él está presente con nosotros de forma real. Por eso nos reunimos para la shivá, no sólo para sentarnos en silencio, sino para compartir. El duelo es recuerdo. Es unir los pequeños detalles de una vida en un legado que perdura.
No es poca cosa hablar de la muerte con los niños. También los adultos suelen rehuirlo. Pero los niños merecen respuestas sinceras. La Biblia no ignora la muerte, sino que nos ofrece un marco de fe, responsabilidad y eternidad. Cuando Abraham se enfrentó a la muerte de Sara, lloró y se lamentó. Luego se levantó y se aseguró un lugar para enterrarla (Génesis 23). El dolor era real, pero no le paralizó. La fe le dio un camino para seguir adelante. Eso es lo que quería que vieran mis hijos: la muerte no es el final de la historia.
El abuelo de mi marido vivió un siglo de cambios y desafíos, y llevó su fe hasta el final. Su neshamá ha vuelto a Dios, como promete la Biblia, y ése no es el final, sino el cumplimiento de una vida vivida bajo la dirección de Dios. La responsabilidad recae ahora en los vivos: honrar a los muertos no con el silencio, sino con la acción. Fortalecer las almas de sus antepasados mediante nuestra propia fidelidad. Tomar sus canciones y hacerlas nuestras, sus oraciones y hacerlas nuestras, sus historias y hacerlas parte de nuestra herencia.
La Biblia deja claro que la muerte no rompe la alianza entre Dios y Su pueblo. Abraham enterró a Sara y siguió adelante en la fe. David lloró a su hijo, se levantó y fue a la Casa del Señor. Cada generación se enfrenta a la muerte, pero cada generación también está llamada a continuar la obra de la vida. Ése es el encargo que heredamos: afrontar la muerte con fe y vivir para que nuestro propio recuerdo sea un día una bendición.