El hombre que se convertiría en el padre del sionismo moderno parecía el candidato más improbable para ese papel. Durante la mayor parte de su vida, Theodor Herzl (1860-1904) vivió como un periodista austriaco completamente asimilado, que apenas observaba el ritual judío y poseía un conocimiento mínimo del hebreo o de los textos judíos tradicionales. Se movía cómodamente por los círculos intelectuales laicos de Viena, escribiendo obras de teatro y cubriendo temas políticos para periódicos prestigiosos. Nada en su personalidad pública sugería que albergara alguna conexión profunda con el destino judío o con antiguos sueños de restauración.
Sin embargo, este mismo hombre dedicaría los últimos años de su corta vida a una misión imposible: convencer a las potencias mundiales de que establecieran una patria judía. La narrativa histórica estándar atribuye la transformación de Herzl a su testimonio del Caso Dreyfus, el infame juicio militar francés de 1894 en el que el capitán Alfred Dreyfus, un oficial judío, fue condenado falsamente por traición entre gritos de «Muerte a los judíos» de las turbas parisinas. Según este relato, la conmoción de ver lo rápido que la civilización europea podía volverse contra sus ciudadanos judíos obligó a Herzl a buscar una solución política al antisemitismo.
Pero, ¿fue realmente el aguijón del antisemitismo lo bastante poderoso como para llevar a un hombre laico con una mínima educación judía a sacrificar su carrera, su salud y, en última instancia, su vida por la restauración de la nación judía?
El 25 de diciembre de 1903, pocos meses antes de su muerte a los 44 años, Herzl se sentó frente a su primer biógrafo, Reuven Brainin, para mantener una amplia entrevista. Brainin se sorprendió por los signos de envejecimiento prematuro en el rostro de Herzl, e intuyó que el gran hombre sabía que no viviría mucho más. Herzl aprovechó la oportunidad para compartir una historia de su infancia.
«Cuando tenía doce años, cayó en mis manos un libro alemán… en el que leí la historia del Mesías, el rey de Israel, cuya venida cualquier día es esperada por muchos judíos incluso en estas generaciones, y llegará como un pobre hombre montado en un asno…» Aunque los detalles eran fragmentarios y muchas cosas seguían sin estar claras para su joven mente, algo se agitó en el interior de Herzl. La idea mesiánica despertó «pena y un vago anhelo» que no pudo comprender inicialmente.
Tumbado en la cama, la historia del Éxodo de Egipto se fundió en su memoria con las profecías mesiánicas. El pasado y el futuro se entrelazaron: el Éxodo y la redención venidera formaban lo que más tarde describiría como una visión edificante.
Una noche, Herzl tuvo un sueño vívido que daría forma a su destino. Se encontró levantado en brazos del Mesías, remontándose en las alas del viento hasta que se encontraron con el propio Moisés, que aparecía como la estatua de mármol de Miguel Ángel que había cautivado a Herzl desde su infancia. El Mesías llamó a Moisés: «¡He rezado por este niño!». Luego, volviéndose hacia el joven Herzl, ordenó: «¡Ve y anuncia a los judíos que pronto vendré y realizaré grandes milagros para mi pueblo y para el mundo entero!».
Herzl mantuvo esta visión en secreto toda su vida. Sin embargo, fue este sueño -y no el antisemitismo del que fue testigo- lo que le impulsó a fundar y dirigir el movimiento sionista.
Los Sabios comprendieron algo que los historiadores modernos pasan por alto: el auténtico liderazgo judío no surge únicamente de la persecución externa, sino del profundo anhelo interior de redención del pueblo de Israel. «Quien llora por Jerusalén merecerá verla en su alegría». Este duelo -este «dolor sagrado» por Jerusalén- es el motor del activismo judío. El anhelo de redención nos impulsa hacia adelante y alimenta nuestra determinación.
Tras la destrucción del Primer Templo, a los judíos exiliados a Babilonia se les dijo exactamente cuánto duraría su exilio: setenta años, como declaró el profeta Jeremías: Pero tras la destrucción del Segundo Templo por Roma, no se reveló ninguna fecha final para nuestro exilio actual.
El primer líder sionista, el rabino Isaac Nissenbaum, asesinado más tarde en el gueto de Varsovia, explicó por qué Dios ocultó el momento de la redención final que aún esperamos: «¡Qué afortunados somos de que nunca se revelara el momento exacto! En cambio, hemos esperado cada día la llegada del Mesías. Esta esperanza diaria en la redención ha sido lo que nos ha preservado de desaparecer entre las naciones.»
Esta expectativa -esta esperanza cotidiana- representa la fuerza más poderosa de la historia de Israel. Sostuvo a nuestros antepasados durante dos milenios de exilio, pogromos y persecuciones. Cuando los problemas se intensificaron, este espíritu mesiánico «renació en los corazones de las masas afligidas y humildes». Como una presencia divina que se cernía sobre las aguas turbulentas que amenazaban con arrollarlas, esta esperanza proporcionaba una luz interior que las fortalecía a través de sus mayores sufrimientos.»
Herzl siguió este mismo patrón. Sus biógrafos se centran en su respuesta al antisemitismo porque no pueden comprender lo que realmente ocurrió: que el alma incluso del judío más asimilado lleva dentro el ADN de la redención. El propio Herzl dio testimonio de esta realidad con palabras que deberían estar grabadas en piedra: «En lo más profundo de mi alma seguía tejiéndose la leyenda, incluso desconocida para mí».
Desconocida para él, pero que le conduce hacia su destino.
Algunas fuerzas son demasiado poderosas para suprimirlas, por muy profundamente enterradas que estén. Herzl, el periodista laico, llevaba dentro de sus huesos, como Jeremías, el fuego ardiente del anhelo mesiánico. Su encuentro infantil con el relato del Éxodo y las historias de redención había plantado semillas que permanecieron latentes durante décadas antes de estallar cuando fundó el movimiento sionista.
El antisemitismo puede motivar a los judíos a huir de la persecución, pero sólo la visión positiva de la redención puede inspirarles a construir. El miedo aleja a las personas del peligro; la esperanza las atrae hacia un propósito. El verdadero genio de Herzl no residía en su análisis del «problema judío», sino en su capacidad para reconectar a los judíos modernos con su herencia espiritual: el anhelo de regresar al hogar que había sostenido a sus antepasados durante dos mil años.
En nuestra generación, el antisemitismo vuelve a hacer metástasis, no sólo en los países tradicionales que odian a los judíos, como Francia y Rusia, sino también en Estados Unidos. Hay guardias armados ante las sinagogas de Nueva York. Se ataca a estudiantes judíos en los campus universitarios de todo el país. Este odio creciente ha despertado a muchos judíos. Pero el miedo por sí solo no puede construir un futuro. Herzl nos mostró que el destino judío no se forja huyendo del peligro, sino volviendo al propósito. Si queremos levantarnos en este momento, debemos ir más allá del miedo y reavivar el antiguo anhelo que sostuvo a nuestros antepasados: el anhelo de Sión, de redención, de un mundo lleno del conocimiento de Dios. Ése era el fuego que ardía en los huesos de Herzl. También debe arder en los nuestros.