Cuando Jacob huye de su hermano Esaú, llega a un lugar que más tarde se conocería como Bet El (Casa de Dios). El texto bíblico nos presenta un detalle intrigante que los lectores ocasionales podrían pasar por alto fácilmente. Cuando Jacob se prepara para dormir, el versículo dice: «Cogió de las piedras del lugar y se las puso alrededor de la cabeza» (Génesis 28:11). Sin embargo, cuando se despierta a la mañana siguiente, tras su famoso sueño de ángeles que subían y bajaban por una escalera, el texto dice
Aunque algunos traducen incluso el primer verso como singular, los sabios lo interpretaron de otro modo, observando el sutil cambio del plural al singular: de «piedras» a «piedra». Según su tradición, algo extraordinario ocurrió durante aquella fatídica noche. Mientras Jacob reunía piedras para protegerse de los animales salvajes, las piedras empezaron a pelearse entre sí. Cada piedra insistía: «¡Que el justo recueste su cabeza sobre mí!». Su competencia creció hasta que Dios intervino, fusionando milagrosamente todas las piedras en una sola.
Pero, ¿por qué sería necesario semejante milagro? ¿Qué significado más profundo se esconde tras esta historia aparentemente sencilla de rocas en competencia?
El rabino Yehuda Amital responde a esta pregunta refiriéndose a un segundo comentario de los sabios:
«Rabí Yehuda dijo: Cogió doce piedras, de acuerdo con el decreto de Dios de que engendraría doce tribus. [Jacob] dijo: ‘Abraham no estableció [the twelve tribes]; Isaac no las estableció; ¿qué hay de mí? Si estas doce piedras se unen, sabré que engendraré doce tribus’. Cuando las doce piedras se unieron, supo que fundaría las doce tribus». ( BereishitRabba 68, 11)
Según el rabino Amital, podemos entender el primer comentario de los sabios a la luz del segundo. Jacob sabía que tenía un papel fundamental en la historia judía. Como padre de las doce tribus de Israel, su reto no consistía simplemente en fundar una familia, sino en forjar una nación que pudiera unir fuerzas y características diversas en un todo armonioso. Cada futura tribu aportaría sus dones únicos: algunos serían eruditos, otros guerreros, comerciantes o agricultores. Al igual que las piedras que discutían, cada una querría que «la cabeza de su padre descansara sobre ellas», cada una reclamaría la primacía, insistiendo en que su fuerza particular debería ser central en la identidad de la nación.
El milagro de la piedra unificada sirvió de mensaje divino a Jacob: sí, sería el padre de las doce tribus, y sí, era posible construir una nación incorporando elementos diferentes, a veces enfrentados. Al igual que las piedras separadas se fundieron en una sola, las futuras tribus de Israel podrían formar un pueblo unificado conservando sus características distintivas.
Este mensaje tiene especial resonancia en nuestro mundo moderno, donde las sociedades a menudo luchan con cuestiones de unidad en medio de la diversidad. ¿Cómo mantenemos la cohesión al tiempo que celebramos las diferencias? ¿Cómo construimos comunidades unificadas y diversas a la vez?
La historia de las piedras de Jacob sugiere que la verdadera unidad no requiere uniformidad. Más bien, proviene de reconocer que nuestras diferentes fuerzas y perspectivas, cuando se alinean adecuadamente, crean algo mayor que la suma de sus partes. Al igual que aquellas antiguas piedras que se convirtieron en una, nosotros también podemos encontrar formas de unirnos manteniendo nuestras contribuciones únicas al todo.
Cuando Jacob pasó a fundar las doce tribus de Israel, llevó consigo esta lección de aquella noche transformadora en Bet El. La única piedra que antes había sido muchas se convirtió en un monumento no sólo a su famoso sueño, sino a la posibilidad de lograr la unidad a través de la diversidad, un mensaje que sigue siendo tan relevante hoy como lo fue en los tiempos bíblicos.
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