Las promesas son asombrosas. Dios declara que reunirá a Su pueblo disperso de los confines de la tierra. Promete devolverlos a su tierra, reconstruir sus ciudades, hacer florecer de nuevo los desiertos. Los profetas hablan con una claridad sobrecogedora: «Volverás a plantar viñas en las colinas de Samaría» (Jeremías 31:5). Durante dos mil años, estas promesas parecieron imposiblemente lejanas, casi abstractas.
Pero hoy las vemos cumplirse con nuestros propios ojos. Judíos de más de cien países han vuelto a casa, a Israel. La tierra, antes desolada, palpita de vida. El hebreo, la antigua lengua de la Biblia, vuelve a ser hablado por los niños en las calles de Jerusalén. Las áridas colinas de Judea están cubiertas de olivos, vides y familias judías.
Y sin embargo.
Incluso mientras se desarrollan estas antiguas promesas, seguimos en medio de un dolor indecible. Los rehenes siguen enterrados vivos en los túneles de Hamás. Familias enteras fueron masacradas el 7 de octubre. Más de 800 soldados israelíes han muerto en esta guerra: hombres y mujeres jóvenes con sueños y futuro, ahora desaparecidos.
Entonces, ¿cómo vivimos en esta tensión? ¿Cómo nos aferramos a las promesas de Dios mientras nuestros ojos se llenan de lágrimas? ¿Cómo creemos en la luz cuando la oscuridad nos abruma?
Al comienzo mismo de la historia de Israel, Dios hace a Abraham una de las promesas más amplias y asombrosas jamás pronunciadas:
Las fronteras están claramente marcadas. La herencia está garantizada. Dios mismo sella el pacto con una visión de fuego que pasa entre las partes divididas de la ofrenda de Abraham. Es un momento de certeza divina. Y entonces -sólo unos versículos después- chocamos contra un muro:
¿Qué clase de historia es ésta? ¿Cómo puede Abraham heredar una tierra para su descendencia cuando ni siquiera tiene un solo hijo? La promesa se eleva y la realidad se estrella.
Esto no es una contradicción. Es la cuestión.
Dios dio a Abraham la visión precisamente antes de que tuviera un hijo. Reveló la promesa de la herencia en el mismo momento en que parecía imposible. Así es como funciona la redención divina: no en pasos predecibles, no en plazos seguros, sino en la colisión entre las promesas eternas y las duras realidades.
Como enseñó el rabino Yehuda Leon Ashkenazi, la desesperación no es más fuerte cuando estamos lejos de la meta. Es más fuerte cuando estamos cerca. Al principio del viaje, hay esperanza, energía, movimiento. Pero cuando sentimos que se acerca la línea de meta -cuando la promesa parece casi al alcance de la mano- es cuando aparece la desesperación. Es entonces cuando las contradicciones parecen más dolorosas, los retrasos más insoportables(Sod Midrash HaToldot, 5:49).
Y es entonces cuando la luz está más cerca.
El Talmud de Jerusalén (Berajot 1:1, 5b) cuenta que dos sabios -Rabí Hiyya el Grande y Rabí Shimon ben Chalfta- caminaban por el valle de Arbel antes del amanecer. Al principio no ven nada, sólo oscuridad. Pero, de repente, una débil estrella atraviesa la noche. Rabí Hiyya se vuelve hacia su compañero y le dice: «Así llegará la redención de Israel».
La oscuridad parece más densa justo antes del amanecer. Los últimos momentos del exilio son los más brutales. Y los primeros momentos de redención son fáciles de pasar por alto si no prestas atención. Son pequeños, silenciosos, titilantes como esa primera estrella.
El Zohar enseña que en la yeshiva celestial del Mesías no se admite a todo el mundo. Sólo pueden entrar los que pueden convertir la oscuridad en luz y la amargura en dulzura. Si no puedes ver la luz cuando todo parece oscuro, no podrás vivir en la era mesiánica.
La redención exige un nuevo tipo de visión: no un optimismo ingenuo, sino la capacidad, ganada con esfuerzo, de ver la mano de Dios en la niebla. Para seguir caminando por el Valle de Arbel aunque todo parezca negro. Para comprender que la estrella no es una distracción de la noche, sino el principio de su fin.
Aquí es donde estamos ahora. Israel no está en las primeras etapas de la historia. Estamos en la dolorosa agonía de la profecía que cobra vida. El proceso de redención no consiste sólo en el retorno. Se trata de fuego. Se trata de refinar. Y a veces, sí, tiene que ver con la pérdida.
Los sabios hablaban de los «dolores de parto del Mesías». Y como todos los dolores de parto, vienen en oleadas de agonía y esperanza, destrucción y vida. Negar el dolor es una insensatez. Pero rendirse a la desesperación es traición.
Porque se nos dijo que esto ocurriría. Y nos dijeron cómo sobrevivir a ello: viendo la luz en la oscuridad. Entrenando nuestros ojos para reconocer que esto -este dolor, esta confusión, este caos aparente- no es el final. Es el preludio.
En Israel365 creemos que este momento es más importante que nunca. No estamos esperando a que comience la profecía: ya ha comenzado. La única cuestión es si formaremos parte de ella.
Mediante la educación, la defensa y los actos de caridad, estamos capacitando a una nueva generación para defender el Israel bíblico, no sólo con palabras, sino con vidas arraigadas en la verdad. Desde los campus universitarios hasta el Capitolio, desde las colinas de Judea hasta los corazones de los creyentes de todo el mundo, la luz se está extendiendo.
Pero la oscuridad es real. Y la necesidad es urgente. Por eso te invito a unirte a nuestra campaña Mayo 2025: Sé una Luz para Israel.
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En Israel365 hemos lanzado nuestra campaña anual con una profunda misión: Ser una luz para Israel. Como declaró Isaías: «Levántate, resplandece, porque ha llegado tu luz, y la gloria de Yahveh se eleva sobre ti». (Isaías 60:1)
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