¿Has paseado alguna vez con un niño y has tenido la siguiente experiencia? Estáis de camino al colegio, o es hora de salir del parque y volver a casa. Pero mientras tú caminas a paso ligero, consciente de la hora y de dónde tienes que estar después, tu hijo de cuatro años ha dejado de andar, completamente hipnotizado por una hormiga que sale de una grieta de la acera. «¡Mamá, mira!», grita con una intensidad que coincide con tu estrés por llegar tarde a tu próxima cita. Y en ese momento, cuando estás atrapada entre tu propia sensación de urgencia y el asombro de tu hijo, has experimentado la diferencia fundamental entre adultos y niños.
Los niños experimentan el mundo de un modo inherentemente distinto al nuestro. Rachel Sebba, investigadora israelí, investigó la forma en que los niños se relacionan con el medio ambiente. Sus hallazgos demuestran lo que ya sabemos anecdóticamente: que los niños experimentan el entorno natural «de forma profunda y directa, no como fondo de los acontecimientos, sino, más bien, como factor y estimulador». Es decir, las cosas en las que nosotros, como adultos, ya no reparamos, la inmensa mayoría del mundo al que nuestras mentes ya no prestan atención, son las cosas en las que los niños, con mentes nuevas y frescas y falta de experiencia mundana, repararán.
Por ejemplo, los niños se fijan en las grietas de las aceras, los arbustos, los árboles y las palomas. Ven las nubes en el cielo y cuentan las rayas de tu corbata. Los adultos ya no vemos estas cosas, pero los niños sí. Lo que para nosotros está en segundo plano, para nuestros hijos está en primer plano. Y ven estas cosas con asombro.
Aunque los adultos y los niños suelen vivir el mundo de forma muy diferente, en la primera noche de Pascua se supone que todos debemos ser como niños. ¿Cómo?
La comida de la primera noche de Pascua se llama seder. En el seder, discutimos el Éxodo de Egipto en un formato de preguntas y respuestas. La discusión comienza con cuatro preguntas, formuladas por los niños más pequeños de la comida. Es muy tierno ver a los niños mirar nerviosos a su alrededor, sintiéndose tímidos, mientras empiezan a cantar en voz baja las cuatro preguntas. Estas preguntas son nuevas para ellos y a menudo tropiezan con las palabras.
Pero si no hay niños en el séder, la ley judía dicta que un adulto debe hacer las preguntas. Y si una persona celebra la comida del séder sola, debe hacerse las preguntas a sí misma. ¿Por qué debe un adulto hacer preguntas cuya respuesta ya conoce?
La respuesta reside en la diferencia fundamental entre cómo experimentan el mundo los niños y los adultos. Como ya hemos dicho, los niños experimentan el mundo con asombro. De hecho, cuando un adulto experimenta un momento de increíble asombro y maravilla, la experiencia se denomina «asombro infantil». La frase implica que el asombro es propio de los niños. Ser niño es cuestionar, asombrarse y maravillarse. Los niños nos enseñan a verlo todo como si lo viéramos por primera vez, sin nociones preconcebidas. Los niños entienden, intuitivamente, cómo ver las cosas con una mente abierta.
Esta cualidad infantil del asombro está en la base de la ciencia, y también afecta al núcleo de la personalidad religiosa. El rabino Abraham Joshua Heschel, destacado pensador judío del siglo XX, creía que «la maravilla o el asombro radical es la característica principal de la actitud del hombre religioso hacia la historia y la naturaleza. Sólo una actitud es ajena a su espíritu: dar las cosas por sentadas, considerar los acontecimientos como el curso natural de las cosas».
La finalidad del séder es convertirnos en niños. Una noche al año se nos ordena dejar de movernos, sentarnos a la mesa, hablar de los asombrosos acontecimientos del Éxodo de Egipto y ¡asombrarnos! Mencionamos el Éxodo y los increíbles milagros que Dios realizó para nuestro pueblo a diario, muchas veces al día. Por tanto, es inevitable que, como adultos, estos milagros lleguen a parecernos anticuados. No hay forma de escapar a ello. Por eso, una vez al año, se nos ofrece el séder de Pascua: ¡una oportunidad para sacudirnos de la edad adulta y volver directamente a la infancia!
Esto explica la ley según la cual, si no hay niños en la mesa, o incluso si estamos solos, debemos hacer las cuatro preguntas. Porque en la noche del séder estamos obligados a ser como niños.
Pasamos gran parte de nuestra vida adulta deprisa, corriendo, yendo de una responsabilidad a otra. El mensaje de la Pascua es que a veces necesitamos ir más despacio. Necesitamos dedicar tiempo a experimentar el mundo que nos rodea, a maravillarnos, a volver a conectar con nuestros niños interiores.
Abracemos la cualidad infantil del asombro y dejemos que nos guíe hacia una apreciación más profunda del mundo y de quienes nos rodean. Hagamos preguntas, cuestionemos las suposiciones y estemos abiertos a nuevas experiencias. Recordemos que, incluso en medio de nuestra ajetreada vida adulta, aún podemos acceder a la maravilla y la magia de la infancia.
En esta Pascua, vayamos más despacio. Recordemos el pasado y vivamos el presente con ojos nuevos y el corazón abierto. Y que este asombro infantil nos acerque a los demás, a nuestras tradiciones y a Dios.
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