En 67 versículos, la Torá relata una de sus historias más largas y detalladas: la búsqueda de la mujer de Isaac. Sin embargo, el héroe de esta misión, el hombre que reza, planifica y ejecuta todo a la perfección, nunca es llamado por su nombre. Nos enteramos de cómo cargó diez camellos con tesoros, qué oración pronunció en el pozo, cómo Rebeca ofreció agua a todos sus camellos, las joyas que presentó, sus negociaciones con la familia de ella. La Torá no escatima detalles en esta elaborada misión. Sin embargo, el héroe mismo permanece anónimo: simplemente «el siervo» o «el hombre». ¿Quién era este hombre cuya identidad la Torá oculta tan llamativamente?
Los sabios nos dicen que se trataba de Eliezer, el criado de mayor confianza de Abraham, el hombre que dirigía toda su casa. Conocemos su nombre de antes, en el Génesis, donde se le presenta como heredero de Abraham antes de que nazca Isaac. La Torá sabe claramente quién es este siervo. Eligió decirnos su nombre una vez, y luego lo ocultó llamativamente durante toda la historia en la que es el personaje principal. ¿Por qué el texto evita tan deliberadamente nombrarlo en la misma historia en la que es el actor central?
Según los sabios, Eliezer había albergado alguna vez la esperanza de que su propia hija se casara con Isaac. Cuando Abraham declara
Los sueños privados de Eliezer están enterrados en silencio. Sin embargo, cuando recibe sus órdenes, ocurre algo extraordinario. No se enfurruña, ni sabotea, ni sirve a medias. Se convierte en el agente perfecto de la voluntad de su amo.
Y esto nos da la primera respuesta a nuestra pregunta. La omisión de su nombre en la Torá no es un descuido, sino un retrato de abnegación tan completo que la propia identidad se disuelve. Le vemos diseñar una ingeniosa prueba en el pozo, rezar pidiendo la guía divina, negociar con la familia de Rebeca y negarse incluso a comer hasta que su misión esté completa. Ha trascendido por completo la ambición personal. Se ha convertido en pura función, puro servicio, despojándose incluso de su nombre. Al perder su nombre, gana algo mucho mayor que la gloria individual: se convierte en el instrumento a través del cual se desarrolla el plan de Dios.
Pero hay una segunda capa en este misterio, y apunta en una dirección aparentemente opuesta. La narración nos ofrece ricos detalles sobre la planificación de Eliezer: las palabras de su oración, los criterios para su prueba, los regalos que hará, sus discursos diplomáticos a la familia de Rebeca. Sentimos que estamos viendo trabajar a un cerebro, a un hombre cuya inteligencia y previsión hacen que todo salga bien. La Torá podría haber resumido: «El siervo de Abraham encontró esposa para Isaac». En lugar de eso, nos da 67 versículos de estrategia y ejecución.
La Torá nos muestra todo lo que hace Eliezer mientras oculta quién es Eliezer. Y quizá ése sea precisamente el objetivo. Al negarse a nombrarlo, el texto susurra una verdad que a menudo olvidamos: el que planifica y el que provee no son lo mismo. La agencia humana importa: la sabiduría y la dedicación de Eliezer son reales, pero no son la realidad más profunda.
El texto nos está diciendo que observemos toda la brillante planificación y ejecución, pero que no nos engañemos pensando que el éxito proviene únicamente de la astucia humana. La presencia anónima de Eliezer se convierte en una especie de ventana translúcida a través de la cual vemos la mano de Dios guiando la historia.
Piensa en lo a menudo que nos seduce la creencia contraria. Conseguimos algo e inmediatamente grabamos nuestros nombres en ello. Queremos crédito, reconocimiento y un legado. Decimos «esto lo he hecho yo» con tanta seguridad, como si hubiéramos hecho realidad nuestros éxitos por pura fuerza individual. Confundimos el instrumento con el compositor, el pincel con el pintor. Sin embargo, los Proverbios nos lo recuerdan:
Planificamos, sí, pero la dirección viene de arriba.
La historia de Eliezer ofrece un camino diferente. La verdadera grandeza no consiste en hacernos un nombre, sino en servir a algo que importa más que nuestro propio reconocimiento. Cuando nos desprendemos de la necesidad de reconocimiento, nos liberamos para hacer nuestro mejor trabajo. Dejamos de actuar para un público y empezamos a centrarnos por completo en la tarea en sí.
En una cultura obsesionada con la marca personal, en la que todo logro debe documentarse y celebrarse, la falta de nombre de Eliezer parece casi contracultural. Sin embargo, he aquí un hombre que realiza una de las tareas más importantes de la historia bíblica y no recibe ningún reconocimiento público. La Torá ni siquiera le da la satisfacción de oír su propio nombre en la narración.
Y quizá sea ése exactamente el tipo de héroe que más necesitamos contemplar: no el que busca el centro de atención, sino el que trabaja sin necesidad de aplausos. La falta de nombre de Eliezer nos enseña ambas lecciones a la vez: el completo desinterés en el servicio y el completo reconocimiento de que el éxito procede de Dios. Se despojó tan completamente de su ambición personal que su propio nombre desaparece del texto. Sin embargo, aunque planificó brillantemente y ejecutó a la perfección, comprendió que su astucia por sí sola no era lo que hacía que la misión tuviera éxito. Cuando trabajamos como Eliezer -dedicándonos plenamente a nuestras tareas sin aferrarnos al mérito, reconociendo al mismo tiempo que nuestros logros fluyen desde más allá de nosotros mismos- descubrimos una extraña libertad. Nos liberamos de la agotadora necesidad de ser reconocidos, celebrados, recordados. Podemos dejar nuestra huella en el mundo al tiempo que comprendemos que fuimos el instrumento, no la fuente.