¿Qué ocurre cuando la ley acierta y la gente sigue sintiéndose agraviada? ¿Qué ocurre cuando alguien muere y el tribunal lo declara un accidente, pero el hermano de la víctima no puede dormir por la noche porque el hombre que causó su dolor camina libre? Los últimos capítulos de Números afrontan esta cuestión de frente. Mientras los Hijos de Israel se preparan para entrar en la tierra, la Torá establece un mecanismo legal tan antiguo como sorprendentemente relevante: arei miklat, ciudades de refugio para la persona culpable de homicidio.
¿Por qué a veces la justicia no trae la paz?
La Torá comprende que en un mundo de tribus y familias, de honor y dolor, la verdad no siempre basta para calmar el corazón humano.
La ley distingue claramente entre asesinato y homicidio. Pero no se detiene ahí. La persona que mata involuntariamente es desterrada, no durante un año, ni hasta que se vuelva a juzgar su caso, sino hasta la muerte del kohen gadol, el Sumo Sacerdote.
Ahí es donde las cosas se ponen interesantes.
¿Por qué debería depender el exilio del homicida de la muerte del Sumo Sacerdote? ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? El rabino Jonathan Sacks z «l exploró dos enfoques radicalmente distintos, extraídos de los pozos más profundos del pensamiento jurídico y filosófico de nuestra tradición. Uno procede del Talmud de Babilonia, el otro de La Guía de los Perplejos de Maimónides, y entre ambos existe una brecha fundamental en la forma en que entendemos la justicia, el liderazgo y la psique humana.
Según el Talmud, el Sumo Sacerdote tiene cierta responsabilidad espiritual por el clima moral de su generación. Si hubiera rezado con más fervor, con mayor sinceridad, quizá la muerte accidental nunca se hubiera producido. Su fracaso no es criminal, pero es real. Su muerte se convierte en el momento de la expiación, la válvula de escape de una tragedia que no tiene a nadie a quien culpar y que, sin embargo, no puede quedar impune. La persona en el exilio ha sufrido, el Sumo Sacerdote muere, y sólo entonces podemos decir: la balanza moral se ha equilibrado. La justicia, desde este punto de vista, exige una carga compartida, incluso cuando nadie es culpable.
Maimónides no se lo cree. En La Guía de los Perplejos, se despoja del misticismo y lee el versículo a través de la naturaleza humana. El exilio no tiene que ver con la culpa, argumenta. Se trata de seguridad. El homicida no pecó; cometió un terrible error, y la familia de la víctima podría no estar preparada para oírlo. Así que se le aparta de la vista. Permanece en la ciudad de refugio hasta que muere el Sumo Sacerdote, no porque éste tuviera la culpa, sino porque su muerte es un momento de duelo nacional, una especie de reinicio emocional. Cuando la nación llora unida, las venganzas individuales pierden su filo. La sangre sigue derramándose, pero el fuego de la venganza se apaga.
Estos dos puntos de vista no podrían ser más diferentes.
Uno ve el mundo a través de la lente de la responsabilidad espiritual: la oración importa, los líderes tienen peso moral y la culpa invisible puede propagarse por toda una nación. El otro ve el mundo a través de la psicología: el exilio sirve para enfriar los ánimos, la pena se suaviza con el dolor colectivo y la justicia funciona mejor cuando se alinea con el comportamiento real de las personas.
Ambos son la Torá.
Pero la verdadera cuestión no es sólo sobre el Sumo Sacerdote, sino sobre cómo entendemos hoy la ley y el liderazgo. ¿Es responsable un dirigente de lo que ocurre bajo su vigilancia, aunque no lo haya provocado? ¿La seguridad comunitaria requiere un sufrimiento compartido? ¿O buscamos políticas enraizadas en la psicología de la paz, aunque no parezcan justicia?
El rabino Sacks señaló que esta tensión -entre lo sobrenatural y lo natural, lo sacerdotal y lo filosófico- atraviesa profundamente el pensamiento judío. Lo místico y lo racional no son enemigos, sino formas distintas de abordar las mismas verdades eternas.
La justicia no es un sentimiento. Pero los sentimientos pueden socavar la justicia.
La Torá, en sus últimos capítulos, no sólo ofrece leyes. Nos ofrece un espejo. Y en ese espejo vemos una verdad a la que no siempre queremos enfrentarnos: A veces, lo más difícil de la justicia no es determinar la culpabilidad. Es saber qué hacer con la pena.