¿Por qué nos odian tanto?
Durante el último año y medio, Candace Owens ha tachado de «propaganda estrafalaria» los horrores de la tortura médica del Dr. Josef Mengele, ha defendido las políticas internas de Hitler, se ha burlado de la indignación judía por las diatribas antisemitas de Kanye West y ha reciclado mentiras manidas sobre el control judío de Hollywood y la persecución israelí de los musulmanes. No se trata sólo de cháchara marginal en Internet. Son opiniones con tracción y aplauso en rincones de la derecha estadounidense.
Y no son sólo palabras. No es sólo ella. Es Irán. Hezbolá. Hamás. Regímenes y grupos terroristas que prefieren ver sufrir a su propio pueblo antes que permitir que el pueblo judío viva en paz. Atan bombas a sus hijos y disparan cohetes contra los nuestros. Su principio rector es el odio a Israel.
¿Por qué nos odian tanto, más allá de toda lógica y razón? Créeme, sé que los judíos no son perfectos, pero ¿hay realmente tanto que odiar?
La Biblia nos da una idea a través de la historia de Balac y Balaam. Balac, rey de Moab, vio cómo Israel derrotaba a los amorreos y le entró el pánico:
Sin embargo, Balac no tenía motivos para temer un ataque. Dios había ordenado explícitamente a Israel que no hiciera daño a Moab: «No angusties a Moab ni lo provoques a la guerra, porque no te daré en herencia nada de su tierra» (Deuteronomio 2:9).
Entonces, ¿de qué tenía miedo? ¿Por qué esa profunda repulsión y pavor?
La clave está en el lenguaje. El versículo no sólo dice que Moab temía al ejército de Israel. Dice vayakotz Moav, que significa que los moabitas «temían» a los israelitas, pero también puede traducirse como que les «repugnaban» los israelitas. El odio de Balac no tenía que ver con el territorio o la supervivencia, sino con algo más fundamental. Balac temía la existencia misma del pueblo de Israel, un pueblo con una vocación divina. Los hijos de Israel representaban algo que él no podía tolerar: una nación que caminaba con Dios, en una misión. Una nación como Israel no es sólo una amenaza política. Es una amenaza existencial. Si Israel era realmente lo que decía ser, la nación elegida de Dios, todo aquello en lo que Balac creía estaba en peligro. La mera presencia de Israel era una contradicción viva para la visión del mundo de Moab. Exponía el vacío moral y espiritual de su propio pueblo. Por eso el odio era tan profundo.
Este odio no es sobre lo que hace Israel. Se trata de lo que Israel es. El pueblo judío, al regresar a nuestra tierra y vivir según la Torá, representa un desafío para los marcos morales de otras naciones. Nuestra existencia obliga a un ajuste de cuentas. No quieren preguntarse qué significa que el pueblo de Israel perdure, que las palabras de la Biblia cobren vida en nuestros días. Así que arremeten. Inventan crímenes. Nos acusan de todos los males bajo el sol. Nos trasladan su propia culpa histórica de esclavitud, colonización y persecución.
Aun así, Balac no pudo reunir a los demás con la teología. Así que elaboró un pretexto político:
En otras palabras, Balak afirmaba que había que detener a Israel o devoraría toda la región. Esto no era cierto, pero sonaba urgente. La propaganda siempre lo hace. Cuando el odio es irracional, necesita excusas que suenen racionales. Números. Tierra. Estabilidad. Cualquier cosa menos el verdadero problema.
Para reforzar la mentira, Balac recurrió a Balaam, un profeta y hombre influyente. Su misión no era derrotar a Israel en la batalla. Era maldecirles; volver a la opinión pública contra Israel y distorsionar su imagen. Balaam no necesitaba hechos. En lugar de eso, utilizó las emociones, el miedo y la retórica para azuzar el odio contra Israel, encubriendo el odio con un discurso altisonante.
El mismo patrón continúa hoy, cuando los Balaks y Balaams modernos demonizan al Estado judío con un lenguaje pulido como «justicia», «liberación» y «descolonización». Es una guerra espiritual e ideológica, disfrazada de rectitud moral. Y Occidente, desesperado por aliviar su propia conciencia por generaciones de antisemitismo, se traga la mentira.
Entonces, ¿cuál es nuestra tarea? No consiste simplemente en responder con hechos o defender las políticas de Israel. Nuestra tarea consiste en decir lo que Balak más temía: el pueblo de Israel ha regresado a su tierra, no como refugiados o huéspedes, sino como hijos que vuelven a casa. No se trata de un proyecto colonial. Se trata de un destino pactado. La presencia de Israel en esta tierra no es un problema que haya que resolver. Es una promesa que se está cumpliendo.
Debemos decirlo sin disculparnos. Debemos dejar de intentar explicar la identidad de Israel o reducirla a intereses de seguridad. La verdad es más grande que eso. El pueblo judío es una nación, no una religión. Los hijos de Abraham, Isaac y Jacob regresaron a la tierra prometida por Dios para construir una sociedad arraigada en la Torá.
Sí, la misión de Israel es una amenaza para naciones como Moab, que han construido sus civilizaciones sobre ídolos vacíos y compromisos morales. La propia existencia de Israel exige un ajuste de cuentas. Pero esa amenaza no es militar ni política. Es moral y espiritual. Y no pretende destruir. Su objetivo es inspirar. Israel no está aquí para conquistar o condenar a los moabés del mundo, sino para modelar un camino diferente; una vida nacional de propósito y cercanía a Dios.
Los antisemitas del mundo no temen las armas de Israel. Temen el ejemplo de Israel. Y ese ejemplo es exactamente lo que debemos abrazar ahora. Ahora, más que nunca, Israel debe vivir ese ejemplo con fuerza, orgullo y claridad, para que las naciones vean no sólo quién es Israel, sino quién pueden llegar a ser ellas también.