Dos canciones. Una glorifica a Adolf Hitler. La otra llama a la esperanza.
En una aparecen hombres vestidos con pieles de animales cantando «Heil Hitler». En la otra aparece una joven israelí, superviviente de la masacre del 7 de octubre, cantando en hebreo, francés e inglés: A New Day Will Rise en el concurso Euovision.
Pero, de alguna manera, la primera está siendo elogiada, difundida y compartida. A la segunda se la rechaza a gritos, se protesta contra ella e incluso se la amenaza.
No se trata sólo de una distorsión cultural. Es una distorsión moral.
Y no es nuevo.
La Biblia está llena de música. En momentos de guerra y de adoración, de dolor y de celebración, encontramos voces que se alzan cantando. Pero la Biblia no trata a toda la música por igual. Algunas canciones son sagradas, ofrecidas con claridad y valentía. Otras son seductoras o huecas, cantadas por quienes han perdido el rumbo.
La primera vez que la Biblia registra un canto completo es en Éxodo 15, cuando los israelitas atraviesan el Mar Rojo. Las aguas se han tragado al ejército del faraón. El pueblo es libre.
Esta es una canción de justicia. No una celebración de la violencia, sino de la supervivencia. Moisés canta y luego Miriam coge la pandereta. La música se extiende. Es espontánea, pública y profundamente espiritual. Aquí, la música no sólo acompaña a la historia, sino que da testimonio de ella.
En Jueces 5, Débora, profetisa y juez, canta tras la victoria sobre Sísara. No es una canción de cuna. Es una narración feroz y poética de una batalla militar, en la que se mencionan nombres, se alaba el valor y se denuncia la cobardía.
Las canciones bíblicas no siempre son suaves. Pero siempre tienen fundamento. No halagan, sino que confrontan. Sostienen un espejo ante la sociedad y dicen Esto es lo que Dios desea. Esto es lo que debemos recordar.
El rey David nos ofrece el retrato más sostenido de la música sacra en la Biblia. Toca el arpa para Saúl. Baila ante el Arca. Compone salmos en cuevas y palacios, en el triunfo y en la vergüenza. Algunos salmos son crudos gritos de auxilio. Otros son reflexiones teológicas o proclamas políticas. En conjunto, ofrecen un modelo: la música como forma de decir la verdad ante Dios.
David no utiliza la música para huir de la realidad, sino para enfrentarse a ella. Incluso sus salmos más oscuros están impregnados de la posibilidad de redención.
Pero no todas las canciones de la Biblia son buenas.
En Éxodo 32, mientras Moisés está todavía en el monte Sinaí, el pueblo construye el becerro de oro. Al descender de la montaña, oye algo que suena a victoria, pero no lo es.
Aquella música no era adoración. Era caos disfrazado de celebración. Las mismas herramientas -tambores, voces, alegría- utilizadas días antes para glorificar a Dios se redirigen ahora hacia la idolatría. Puede que la melodía sea conmovedora, pero el corazón está podrido.
Más adelante, el profeta Amós lanza una aguda crítica contra los que hacen un mal uso de la música por vanidad:
Aquí, la música es autoindulgente. Distrae de la injusticia. Entretiene, pero no eleva. El pecado no es el canto en sí, sino lo que falta en la canción: empatía, dolor, Dios.
En tiempos de Ezequiel, el profeta habla de personas que tratan sus palabras como un espectáculo.
Incluso el contenido sagrado pierde su sentido cuando se consume sólo por placer.
Entonces, ¿cómo podemos distinguirlos?
La Biblia no nos da una lista de canciones. Nos da una pauta. Las canciones que perduran son las que dicen la verdad. Claman contra la opresión. Levantan a los oprimidos. Alaban la justicia. No manipulan. No se burlan. No glorifican la maldad ni borran el sufrimiento.
Cuando el mal canta, a menudo toma prestadas las herramientas de la belleza. Viste al odio de armonía. Marcha al ritmo del carisma. Pero una canción que glorifica el odio -aunque esté de moda- no es música. Es ruido.
Y cuando se silencian o atacan las buenas canciones, debemos recordar: esto también está en la Biblia. Los profetas fueron acallados a gritos. El salmista fue perseguido. La pandereta de Miriam sonó después de que los caballos de Egipto se ahogaran en el mar.
La cuestión no es si la música nos conmueve. Es si nos acerca a la verdad.
Así que, mientras escuchamos los sonidos que resuenan en nuestro mundo -ya sea desde el escenario de Eurovisión o desde los oscuros rincones de las redes sociales-, volvemos a la sabiduría más antigua: no todas las canciones son iguales. Algunas canciones traen luz. Otras traen sombras.
Y ya sabemos cómo distinguirlos. La Biblia nos enseñó a escuchar.