Cuando decidí crear mi propia empresa, fue una época emocionante. Mi socio y yo nos pasábamos horas hablando del éxito potencial que alcanzaríamos, imaginando un futuro en el que nuestro duro trabajo diera sus frutos. Sin embargo, no fue hasta que nos arremangamos y empezamos a esforzarnos cuando vimos cómo se desplegaban las bendiciones de la prosperidad. Fue en ese momento, a través de nuestro trabajo, cuando Dios hizo llover el éxito.
Esta experiencia me trae a la mente una pregunta importante: ¿Quién trae realmente la lluvia: Dios o el hombre? La Biblia proporciona una respuesta profunda, ofreciendo una visión de cómo la asociación entre Dios y la humanidad da forma a la prosperidad y el éxito.
En Génesis 2, la Biblia presenta una perspectiva fascinante de la creación del mundo. Dios había terminado de formar la tierra, pero los árboles aún no habían florecido porque no había nadie que trabajara la tierra. Este momento crucial revela una verdad clave: la finalización de la creación no consistió únicamente en llenar el mundo de plantas y animales. Dios podría haber creado fácilmente un mundo autosuficiente, un paraíso únicamente para Su disfrute. Sin embargo, eligió crear al hombre, haciendo de la humanidad una parte integrante de Su plan.
La culminación de la creación dependía del papel del hombre. No bastaba con que el mundo fuera bello y funcional; necesitaba que alguien lo cultivara, lo cuidara y lo mejorara. El hombre fue diseñado para ser un socio de Dios, no sólo para vivir en el mundo, sino para darle forma. En esta asociación, la oración es esencial: cuando el hombre reza, Dios envía la lluvia, bendiciendo el trabajo de las manos humanas. Pero no sólo es necesaria la oración: son el ingenio y la creatividad de la humanidad los que permiten que el mundo florezca. Desde la agricultura hasta la tecnología, la capacidad del hombre para innovar y cultivar forma parte del plan de Dios para la prosperidad.
A lo largo de la Biblia, vemos ejemplos de cómo Dios desea que la humanidad construya una sociedad próspera y justa en colaboración con Él. Pero este viaje no está exento de desafíos. Varias historias ponen de relieve las consecuencias de la mala gestión económica y los peligros de la riqueza y el poder cuando se utilizan de forma irresponsable. Las historias del Jardín del Edén, la Torre de Babel y el diluvio de Noé demuestran cómo la codicia, el orgullo y la falta de sabiduría pueden conducir a la perdición tanto de los individuos como de las sociedades.
A pesar de estos primeros fracasos, el mensaje general sigue siendo claro: la prosperidad y el éxito son bendiciones de Dios, pero también son el resultado del esfuerzo humano y de la asociación con la Divinidad. En esta relación, Dios es el proveedor definitivo -trae la lluvia-, pero sólo cuando el hombre está dispuesto a trabajar la tierra, innovar y alinear sus acciones con los propósitos de Dios.
Así pues, cuando nos preguntamos quién trae verdaderamente la lluvia, la respuesta es ambos: Dios, que bendice el trabajo de las manos humanas, y el hombre, que debe trabajar y utilizar su creatividad para construir un mundo mejor. En última instancia, es esta asociación la que conduce a la verdadera prosperidad y al éxito, un recordatorio de que nuestro trabajo no es sólo para nosotros mismos, sino que forma parte de un plan divino para cultivar una sociedad floreciente.