Imagina una vida en la que no tuvieras que trabajar ni un solo día de tu vida, sentado en una playa con una bebida refrescante en la mano, pudiendo relajarte para siempre. ¿No sería ése el éxito definitivo?
Para muchos, esto suena como la vida soñada, un mundo en el que el trabajo es cosa del pasado y el ocio es infinito. Pero, ¿es ése realmente el éxito definitivo? ¿Es realmente satisfactorio no hacer nada? Según la Biblia, la respuesta es no. De hecho, Dios no creó un mundo para que lo pasáramos ociosamente, sino para que nos dedicáramos a él, trabajáramos y construyéramos. Estamos llamados a servir como creadores, como socios en la continua obra de creación de Dios.
Los primeros relatos de la Biblia destacan la importancia del trabajo y la creación, sobre todo en la forma en que la humanidad interactúa con el mundo que nos rodea. La historia de Adán es la de su colocación en el Jardín del Edén, donde se le proporcionó todo. Pero, curiosamente, no se describe a Adán como si se contentara con disfrutar del paraíso. Más bien, es cuando Adán es expulsado del jardín cuando comienza a revelarse su verdadero propósito, no porque fracasara al comer el fruto prohibido, sino porque no estaba realizando su potencial dentro del Jardín. Adán debía trabajar la tierra, construir, crear y contribuir al mundo.
Lo mismo puede decirse de Eva. Ella también fue enviada a cumplir su papel de creadora: traer vida al mundo y dar forma a la sociedad. Dios no quería que la humanidad fuera como los animales, que se limitan a vivir de la tierra; quería que participáramos en la construcción y transformación del mundo en algo más grande.
Uno de los aspectos más interesantes de la creación de Dios es el proceso de elaboración del pan, que sirve de metáfora perfecta de esta asociación divina. El pan no es como muchos otros alimentos. Mientras que frutas como las manzanas o las cerezas están listas para comer directamente del árbol, el pan implica un intrincado proceso. Empezamos con una semilla, la plantamos, la regamos y la dejamos crecer. Pero eso es sólo el principio. Una vez cosechado el grano, se seca y se muele hasta convertirlo en polvo, totalmente incomestible en su forma cruda. Luego, se combina con agua, se le da forma y se hornea hasta transformarlo en un alimento que podamos comer.
¿Por qué el pan requiere tantos pasos? ¿Por qué no hacer que el pan crezca en los árboles como otros alimentos? La respuesta está en el papel único que desempeña el pan en la vida humana. El pan es una creación del hombre, no de la naturaleza. Es un alimento que requiere el esfuerzo humano para hacerlo comestible, simbolizando la necesidad de que participemos en el mundo y contribuyamos a él. Mientras que otros alimentos están listos para el consumo sin mucha intervención, el pan representa la creatividad humana, el esfuerzo y la realización del potencial divino.
Dios podría haber hecho crecer fácilmente el pan en los árboles, o incluso habérnoslo dado desde el cielo, pero decidió no hacerlo. En lugar de eso, nos dio un mundo incompleto, un mundo al que podíamos dar forma y mejorar. Adán y Eva fueron enviados fuera del jardín no para vivir de lo que ya había, sino para construir, crear y transformar el mundo que les rodeaba. Mediante su trabajo, realizarían su potencial divino.
El proceso de elaboración del pan es un reflejo de ello. Requiere la intervención humana: plantar, cosechar, moler, dar forma y hornear. Del mismo modo, Dios creó un mundo que requiere nuestra participación. El acto de trabajar, de comprometerse con la tierra y crear algo nuevo, es una llamada divina. Mediante nuestro trabajo, nos unimos a Dios en el acto continuo de la creación.
En última instancia, la historia de Adán, Eva y la fabricación del pan trata de algo más que del trabajo. Trata de cumplir nuestro propósito como cocreadores con Dios, dando forma al mundo y construyendo un futuro mejor. En un mundo en el que muchos sueñan con no hacer nada, la Biblia nos recuerda que la verdadera realización proviene de participar en la obra de la creación, de tomar parte en el proceso divino de construir y hacer. No vivimos simplemente de lo que se nos da; estamos llamados a hacer algo nuevo, a aportar nuestros talentos y esfuerzos al mundo, y a realizar el potencial que Dios ha depositado en nosotros.